domingo, 21 de mayo de 2023

64. Homicidio invonluntario

 

Como si me estuvieran narrando un cuento susurrado al oído delante de una hoguera en una fría noche de invierno, escuché el relato de Federico con el corazón en un puño cerrado con tanta firmeza que oprimía el órgano.
 Un beso fue el detonante que destruyó nuestras vidas, aunque esto, mi anfitrión lo supo muchos años después, cuando se plantó en la casa de Godelieve de Vries y le arrancó la confesión, sospechando y luego conjeturando que los Van Heley ocultaban un secreto que afectaba a la familia de su amado Dado. Huub hacía meses que había partido a la nueva morada, yo vivía en el convento, y tal vez por sentirse sola y cercana a reunirse con su marido, la anciana de Vries se despojó de culpas delante de la inesperada visita. Cuesta creer que una brizna de arrepentimiento la asolara en alguna etapa de su vida.

Los Van Heley se hospedaron en casa de mis padres unos días en el cuarto mes de embarazo de mi madre. En una comida familiar, a la que Federico asistió como amigo del abuelo Dado y de la familia, Godelieve y Huub fueron testigos de una inesperada escena que les desencajó las mandíbulas.
    Federico y Dado, a los que la edad no les había hecho perder el espíritu intrépido de la juventud, sellaron sus bocas con la ternura de la añoranza y las ganas que nunca se desvanecieron, ignorando que los Van Heley presenciaban sofocados la muestra de cariño entre los dos amantes, al ocurrírseles salir al jardín, donde los amigos creyeron que tendrían cierta intimidad. El matrimonio compartió una mirada circunspecta que pactaba su silencio. Armar un escándalo, bajo su exclusiva lupa escrutadora, por el obsceno acto de lujuria protagonizado por dos viejos verdes con matices reventón, no obedecía a su forma de gestionar los asuntos, que sin incumbirles, se apropiaban. No permitirían que sus nietas crecieran bajo la perversión e influencia de un consuegro degenerado y promiscuo.
    -En los siguientes meses a esas vacaciones insistieron en que Laura diera a luz en una clínica privada de Madrid que ellos mismos habían elegido y que el parto fuera asistido por un ginecólogo de su total confianza que se desplazaría desde Ámsterdam unas semanas antes de que nacierais para atender a tu madre -respiró pesadamente antes de continuar-. Tus padres cedieron aunque hubieran preferido tus abuelos se mantuvieran al margen.
    -Los Van Heley eran persistentes. Objetivo que se proponían, objetivo que perseguían hasta su consecución.
    El detalle parecía que no se le escapaba a Federico en las pocas ocasiones en que había tratado con ellos.
    -El día que nacisteis se produjeron una serie de extraños acontecimientos que hizo del momento más feliz para unos padres, el más triste de su existencia -Federico entrecerró los ojos colocando los recuerdos en orden cronológico- Llevaron a Laura al paritorio, al cabo de unas dos horas, el médico holandés que atendió el parto comunicó a la familia que una de las niñas, al colocarse para salir, había comprimido el cordón umbilical de su hermana impidiendo el paso de sangre y oxígeno de la nonata. Esto ocasionó lesiones en el cerebro por el que la segunda recién nacida fue trasladado a la uci… -Suspiró-. Al cabo de unas horas, les notificaron tú pérdida.
    -El director de la clínica se prestó a un plan ruin a cambio de una compensación económica, supongo.
    Federico apretó los labios negando mis palabras con la cabeza.
    -No exactamente, pero sí actúo por intereses de otra índole. Miró hacia otro lado a cambio de que no le denunciaran por practicar abortos ilegales en la clínica, lo que hubiera supuesto años de cárcel y el cierre del centro. Tus abuelos eran retorcidos en sumo grado, no te desvelo nada que no sepas. Has tenido que lidiar con ellos. Investigaron varias clínicas privadas de Madrid con el fin de llevar a cabo su plan y encontraron la más afín a sus intereses. Delito por delito, silencio por silencio.
    El guion llevaba la firma de los Van Heley. Sólo a ellos se les ocurriría convertir a mi hermana en mi asesina. La compresión del cordón umbilical en parto de gemelos es un riesgo que se dan en algunas ocasiones, según la información que he podido recabar al respecto y fue la causa fabulada que hizo constar en el informe médico un ginecólogo ambicioso, tapadera de los Van Heley para secuestrarme sin levantar sospechas.
Esas horas en las que estuve, según la versión oficial y registros de la clínica, en cuidados intensivos, prohibieron la entrada a los miembros de la familia, incluida mi madre, que desesperada y recién parida intentó levantarse de la cama para verme, suplicando a la enfermera que la llevaran conmigo. Me había oído llorar con la capacidad pulmonar de un bebé sano y un genio que no hacía temer por mi integridad.
Mis padres nunca vieron mi cuerpo inerte.
Los Van Heley se encargaron de los trámites y me dieron sepultura. 

sábado, 20 de mayo de 2023

63. Maternidad

 
La soledad me empezó a pesar antes de cumplirse el primer año de mi salida de Santa Coba. Volví a Lisse a la primavera siguiente, la estación en que las puertas de la abadía se abrían al público, para visitar a las hermanas, que me recibieron con alegría. Ya no formaba parte de la congregación, pero me hicieron sentir que un pedazo de mí se había instalado en sus corazones. No me arrepiento de haberme ordenado monja.
  La hermana Gabriëlle me brindó su compañía recorriendo el colorido y perfumado jardín de tulipanes. Nos detuvimos delante de la parcela de la que me ocupé durante años. Los últimos bulbos los planté en junio del año anterior y habían florecido en otoño. Mi acompañante poseía una sensibilidad especial para captar el color de las almas y la habilidad de pronunciar las palabras justas.
    -Lo encontrarás.
    El camino hacia el lugar que me hiciera sentir cómoda conmigo misma.
     Volviendo a casa en el autobús se me empañaron los ojos de tristeza. La soledad me dio el primer pellizco. No consideraba a los Van Heley mis abuelos, eran los progenitores de mi padre, el nexo sanguíneo que nos unía. Su pérdida, además de un alivio, supuso quedarme huérfana de la familia materna y se esfumó la posibilidad de conocerlos, si existían. Contaba con dos datos sobre mi madre: que se llamaba Laura y que era española, lo demás era un misterio.
    Todas las semanas veía a Siem y a Diantha y hablábamos a diario, sin embargo, al despedirnos, ellos tenían el corazón ocupado mientras que el mío permanecía vacío. A Jenkin lo vi tres o cuatro veces durante ese año. Las llamadas cada vez eran menos puntuales y las primeras insinuaciones sobre el desgaste que produce en las relaciones sentimentales trabajar y vivir con la pareja asomaron.
    La noticia del embarazo por inseminación artificial llegó en el mejor momento. Albergar en mi vientre al hijo de Siem y Yani me llenó de satisfacción. El proceso a veces fue desagradable, no me gustan las agujas y tuve que someterme a ellas, pero viendo el rostro resplandeciente de felicidad de Siem en la consulta de la clínica de reproducción asistida cuando la ginecóloga nos confirmó que el embrión estaba aferrado al endometrio, pensé que había merecido la pena. Era gestante y donante de los óvulos inseminados. Me ilusioné con la expectativa de que al menos durante nueve meses estaría menos sola y tendría un serecillo a quien cuidar.
Mi doctor preferido definió la decisión como descabellada. Él que era padre, no renunciara a sus hijos por nada en este mundo y me aseguró que cuando diera a luz y tocara la piel de mi hijo, no querría separarme de él.
-Incluso actuando solo como gestante te costaría separarte del bebé. Es una locura… además de una decisión valiente -me dijo por teléfono
-La dosis justa que necesito para vivir.
 

62. El sauce llorón


     En la segunda visita a la mansión, Federico me recibió debajo del centenario sauce llorón, sentado en una butaca de mimbre con respaldo circular y cojines turquesa. A finales de mayo la temperatura invitaba a pasar tiempo en exteriores. En aquella parte del jardín era donde mi hermana ejercía de perfecta anfitriona consorte con las amistades de su marido.
    -Ewout, tu padre, iba dos o tres veces al año a ver a tus abuelos -la sangre se me heló en las venas. Mi padre había estado en la casa donde me recluían. Habíamos pisado el mismo suelo sin que ninguno de los dos sospechara de la existencia del otro. Puede que incluso hubiéramos coincidido bajo el mismo techo... Me encerraban para que no nos viéramos-. Una de esas veces nos encontramos en el aeropuerto de Schiphol. Tomamos el mismo vuelo, sin embargo no nos vimos hasta desembarcar- acarició el bastón de madera de cerezo tallado-. Los inversionistas con los que me reuniría al día siguiente pusieron a mi disposición un coche que me trasladaría al hotel donde tenía reservada una habitación. Llevé a Ewout a casa de sus padres -dejó el bastón a un lado sobre el asiento. Observé como la nuez aumentaba de tamaño. Tragaba saliva-. Así fue como averigüé donde vivían -se mojó los labios con la manzanilla para comprobar la temperatura. Cada vez le costaba más proseguir. Recordar le suponía un esfuerzo -Conocí a los padres de Ewout en una comida familiar aquí en Madrid. Pasaban unos días con tus padres. Laura acaba de enterarse de que tendrían gemelos- una abeja revoloteó sobre mi vaso de zumo de melocotón. La siguió con los ojos unos instantes, luego continuó-. No se llevaron una buena impresión de mi persona. Admito que la situación fue comprometida e incómoda para ellos, no obstante, lejos estaba de imaginar que descargarían su ira en vuestra contra, que aún no estabais en el mundo, ni que sentenciarían vuestras vidas, sobre todo la tuya, que has crecido sin tu familia, por un desliz de terceros. Ese día un atroz castigo cayó sobre tus padres. Nunca se sobrepusieron a tu pérdida.
    Temblorosa cogí el vaso de zumo y bebí un sorbo para quitarme la sensación de mareo que me embargó de pronto. Estaba confusa. Las sienes me latían. Mis padres esperaban mí llegada pero creyeron perderme y no conocían mi existencia... Lo que se me pasó por la mente fue aberrante, pero nada podía sorprenderme de los Van Heley.
    -Por el manuscrito que escribió Cintia, estás al tanto de la estrecha relación que me unió a tu abuelo...
    Federico y Eduardo, mi abuelo materno, fueron amigos en la infancia. Pertenecían a clases sociales distintas. Mi bisabuela planchaba para la familia Osorio y vivía con mi bisabuelo en la casa de los guardeses del colegio religioso donde ambos estudiaban: Federico por posición social, Dado por la bondad del padre Damián, director del centro, que no permitió que una inteligencia como la del abuelo se desperdiciara. Dejaron de verse en la adolescencia y al cabo de los años se encontraron en Tanger. Allí se dejaron llevar por la pasión que su amistad escondía y silenciaron incapaces de reconocer sus sentimientos. Se enamoraron perdidamente el uno del otro, compartiendo su gran amor con Juanibel, la primera esposa de Federico, en una relación de a tres donde los celos no tenían cabida. Se amaban sin más.
    Intuí que lo que Federico trataba de decirme y le costaba por las pausas que hacía, estaba relacionado con el descubrimiento de esa parte de su vida y del abuelo. La animadversión que los Van Heley mostraban hacia mi madre también guardaba relación con el día en que a todos nos cambió la vida. Lo tuve claro.
    -El amor consensuado no daña, daña la intolerancia y hay quienes la llevan hasta el extremo, como lo Van Heley. 
    -Curiosa forma de dirigirte a tus abuelos.
    -Nunca ejercieron como tal. Éramos unos desconocidos. Fui su inversión, un proyecto. Me dieron una buena educación, crecí sin carencias materiales, pero me negaron el cariño que no podían darme mis padres porque perecieron en un accidente de tráfico.
    Los ojos de Federico se humedecieron. Se volvió frágil en un segundo. Sobre su espalda cargaba un peso una culpa que no merecía.
    Me levanté, me dirigí a su butaca y me agaché a su lado cogiéndole una mano. Me correspondió con una caricia sobre la mía que casi me desborda en lágrimas. Federico Osorio me inspiraba ternura.
    -Es una víctima más de los Van Heley -concedí.

 

domingo, 14 de mayo de 2023

61. Diez minutos


    Le bastó escribir mi nombre completo en la barra del buscador para que en los diez primeros resultados saliera relacionado con Ster Edities. Clicó sobre el enlace de la web de la editorial, navegó por la página visitando varias secciones hasta interesarse por la literatura europea e hispánica y repasó los títulos de autores españoles y latinos, localizándome en la ficha informativa de uno de los libros como responsable de la traducción. Sonrió satisfecho. Me había encontrado. 
    Lo siguiente que hizo tres semanas después de compartir espacio en el auditorio del Theater Ámsterdam fue llamar a la editorial y pedir que le comunicaran conmigo.    
    -Preguntan por ti –Zoë sostuvo el teléfono en la mano como quien sostiene un zapato maloliente.          Acababa de llegar al departamento editorial, donde tenía mi propio habitáculo para trabajar. Dejé el bolso sobre el escritorio y cogí el auricular interrogando extrañada a la secretaria de área que se encogió de hombros. De haberse tratado de una llamada interna Zoë me hubiera dado el nombre de la persona que quería hablar conmigo.
    -Diga.
    -Estoy en la cafetería de enfrente. Te espero.
    Colgó sin darme derecho a réplica. Fue escueto y directo… ¿si enfrente del trabajo no hubiera habido una cafetería, dónde me hubiera emplazado?
    Sonreí ilusionada por la iniciativa. El paso por Santa Coba había apaciguado el candor de los quince y veintipocos años. Tenía un mayor control sobre mis emociones. Jenkin apenas me ponía nerviosa unos segundos.
    Dejé pasar quince minutos. Si estaba allí a temprana hora de la mañana, no se iría sin verme. Nos intuimos cuando entré por la puerta del local. El me miró sin saber si sería yo y yo le miré desconociendo donde estaría sentado.
    Caminé hacia él mientras se levantaba para recibirme con los dos protocolarios besos que se dan dos amigos que se han visto el día anterior.
    -Pasabas por aquí casualmente, me has visto entrar en el edificio hace veinticinco minutos y has pensado que si me llamabas vendría…
    Se echó a reír risueño al tiempo que nos sentábamos. Reparé en que solo conocía sus sonrisas comedidas y que nunca le había visto rejuvenecer riendo.
    -Lees demasiados libros.
    -Es una parte esencial de mi trabajo.
    Apoyó los brazos sobre la mesa. Tenía unas manos bonitas de uñas cortas redondeadas. La alianza embellecía su dedo.
    -Sí, te he visto entrar, pero no es casual que buscara aparcamiento en la zona. Sabía dónde encontrarte y quería verte.
    -Si añades que internet ha sido tu aliado, la historia adopta un matiz actual que en unos años derivará en contemporáneo.
    Tess se acercó a la mesa. Conocía a los seis empleados de la cafetería que trabajan por turnos porque allí es donde acababan algunas de las jornadas laborales o donde desayunaba a media mañana si no me había dado tiempo de hacerlo en casa.
    -¿Café con leche? -me preguntó sabedora de mis preferencias.
    -Gracias, Tess -asentí con la cabeza.    
    Jenkin también tomaba un café con aspecto de haberse quedado frío.
    -¿Cómo estás?
    Una pregunta sencilla para la que adoptó un semblante serio que encerraba vestigios del ayer.
    Los diez minutos que estuvimos frente a frente fueron el preludio a posteriores y contados encuentros con la misma duración a lo largo de los meses. Llegaron las llamadas con excusas tontas para oírnos la voz. Antes de ser amantes, fuimos amigos.         El día que la relación cambió, perdí su amistad.

           

           

60. El mayordomo


     Alfredo Sanchidrián fijó su residencia habitual en La Haya. Segoviano de nacimiento le unió a Federico un grupo empresarial del que fueron socios durante dos décadas hasta que decidieron disolver la sociedad, no así la amistad que perduró a lo largo del tiempo. Las dos o tres veces que Sanchidrián viajaba a la capital, donde mantenía una casa en una urbanización, comía en la mansión mientras departía distendidamente con Osorio, como los hombres de negocios que nunca dejarían de ser, sobre la época en la que las finanzas y la bolsa acaparaban la mayor parte de horas de sus días.

    Unas semanas antes de mi aterrizaje forzoso en Madrid, cuando mi vida era un remanso de tranquilidad e insatisfacción a partes iguales por en lo que había derivado la relación con Jenkin, los dos amigos comieron juntos.
    Charlaron, como de costumbre, un rato en la sala del té donde se tomaron un tentempié y cuando Andrés les anunció que podían pasar al comedor, ambos hombres se encaminaron hacia la puerta.    
    De las manos del invitado se escurrió el libro que sujetaba. Si hay dos elementos de los que Alfredo Sanchidrián no se separaba, eran las gafas de lectura que guardaba en el bolsillo delantero de la camisa y de un libro que siempre le acompaña y es que como él mismo decía: “que el aburrimiento me halle preparado para espantarlo". Andrés, con la elegancia que caracteriza cada uno de sus movimientos, se agachó con la columna completamente recta a recogerlo. El libro había caído hacia arriba entre abierto entre la segunda y la tercera página. Al mayordomo le llamó la atención el apellido que leyó: Van Heley. Sus ojos recorrieron los tres nombres que le antecedían: Sancha Mansuara Berenguela debajo de la palabra “vertaler”. Cerró el libro y se lo devolvió a su dueño, al que no le pasó desapercibido el interés del hombre de confianza de Federico y le contó que se trataba de una recopilación de sonetos burlescos y sátiras de poetas españoles del siglo XVI y que había adquirido el ejemplar por la curiosidad de leer a los versados con las lenguas más afilados de su país en neerlandés. Agradecido por la explicación les acompañó al comedor y los acomodó en sus respectivas sillas.
    Andrés habla perfectamente inglés y francés, idiomas que aprendió para atender adecuadamente a los invitados del señor, en ocasiones de nacionalidades diversas. No tiene nociones de neerlandés, pero supuso que “vertaler” significaba traductor. Otro detalle que memorizó fue el nombre de la editorial: Ster Edities.
    -Me he tomado licencias que no debería. Lamento haberle informado, Señor -Andrés se disculpó bajando la mirada.
     -Más lamento yo que no me advirtieras de tus intenciones para haber tomado la decisión juntos -Federico sonrió afablemente. Andrés, visiblemente relajado, le había mostrado una lealtad inquebrantable y confiaba plenamente en sus acciones. Si había callado mí paralelo cuando descubrió que era la gemela de Cintia fue para que no se decepcionara si las pesquisas no llegaban a buen puerto -Coge una silla y siéntate. Quiero oír el resto.
    -¡Señor! -protestó Andrés. Los empleados jamás deben igualarse a sus señores ni contravenir sus órdenes.
     -Deja los remilgos para otra ocasión si son necesarios y acompáñanos en la charla.
     Obedeció sin pronunciar palabra.
    Andrés era el mensajero entre Cintia y Federico cuando ésta estaba en la cárcel. Los hijos de Osorio, después del divorcio, en el que mi hermana renunció a toda pensión compensatoria que les correspondiera, no habían tolerado que su padre continuara teniendo contacto, así que ambos mantenían el afecto en la clandestinidad. El mayordomo fue a visitarla a la cárcel semanas antes de su puesta en libertad a petición de ella y le entregó el manuscrito para que Federico lo leyese y custodiase. Muchos de los actos de Cintia no eran plausibles, sin embargo, quería que su ex marido entendiera sus motivaciones y demostrarle el  arrepentimiento que sentía. No valoró al hombre que tenía al lado, del que se aprovechó hasta que pudo.
     -Llamé a la editorial para felicitarles por el extraordinario trabajo que había hecho la traductora de los sonetos burlescos y sátiras -Andrés tragó saliva. Se sentía observado -El subdirector me atendió amablemente, encontrándose ausente el director por quien pregunté y le manifesté la gran admiración que sentía por la literatura del siglo XVI y por los poetas seleccionados para la recopilación. El señor Visser me dijo que le trasladaría mis congratulaciones a la señorita Van Heley.
    -Así que fue usted… -sonreí levemente-. Me emocionó que un lector valorara el esfuerzo que supuso traducir a poetas españoles del siglo de oro, con sus peculiaridades en un español clásico. Veo que la adulación era fingida.
    Andrés enrojeció. El hombre que no se permitía mostrar sus emociones, era humano, al fin de cuentas.
    -No dudo en absoluto que la veracidad en mi argumento me asistiera, aunque no haya leído el libro ni conozca las obras de los autores referidos. Me consta el riguroso trabajo que hizo. El propio señor Visser elogió sus traducciones.
    -No tenga en cuenta mis palabras. Entiendo que tenía un propósito al contactar con la editorial.
    -Vayamos al grano -sugirió Federico.
    -Antes de despedirnos le pregunté si aceptarían un encargo particular para traducir un manuscrito al neerlandés de suma importancia para mí. Recalqué que dada la sensibilidad mostrada por la señorita Van Heley era la persona idónea para que entendiera el significado del texto. No fue fácil convencerlo, la propuesta se alejaba de la forma de trabajar de la editorial, pero finalmente accedió.
    -Y le mandaste la copia del manuscrito mecanografiado que te pedí que hicieras -concluyó Federico.
    -La señorita Van Heley debía saber que tenía una familia y su familia que su hija estaba viva. No esperaba que atara cabos tan rápido. Celebro que así haya sido.
            Pensé en Alonso Quijano. Esa tarde conocí al mensajero.
           
 
           
             
         
NOTAS DE INTERES
 
Vertaler: en neerlandés, traductor.

sábado, 13 de mayo de 2023

59. El concierto

 

    Por más extensión geográfica o población que tenga una ciudad, cuando dos personas están condenadas a encontrarse, lo hacen sin que la voluntad de ninguno de ellos medie.

Medio año después de salir del convento tenía una vida ordenada que saboreaba a mi manera. Me gustaba mi trabajo de traductora en la editorial Ster Edities; disfrutaba viendo anochecer desde el gran ventanal del estudio de 30 metros que alquilé en una quinta planta de Vonderlstraat, muy cerca del trabajo en el barrio de Helmersbuurt; callejear los sábados por la mañana hasta De Pij para tomarme un café después de recorrer durante un par de horas el mercado de Albert Cuyp, o pasear por Vondelpark al atardecer cualquier día de la semana.
    Una noche esa rutina adquirida cambió aunque no fui consciente de ello hasta semanas más tarde.
Maas el novio de Diantha, con el que vivía desde hacía dos años, daba un concierto en el Theater Amsterdam. Tocaba el clarinete en la Folklore Band, que además de interpretar música folclórica tradicional holandesa, componían sus propios temas en la misma línea clásica.  
Cenamos en las inmediaciones del teatro, un edificio de tres plantas acristalado con salas de grandes extensiones que se alquilan para eventos empresariales o fiestas en Westpoort. Había estado una vez, además de en esa ocasión, en la zona portuaria donde Diantha residió años atrás. Cenados nos dirigimos al auditorio. Planeábamos la mañana del domingo delante de la puerta cuando una voz nos hizo volvernos en la dirección desde donde procedía
    -¡Qué agradable coincidencia!
    Acompañada por su marido, Antje se disculpó con la pareja con la que hablaba y se acercó a nosotras. Nos besó y abrazó en una calurosa y sincera manifestación de cariño. Me impactó coincidir con ellos fuera del ámbito laboral, relacionándose como un matrimonio y no como compañeros de trabajo. Fue un golpe de realidad. La vida de Jenkin estaba ligada a la de Anjte desde hacía más de quince años y esa noche dejaron de ser la enfermera Antje y el doctor Brouwer del St. Liselot: eran los Brouwer. Me ilusionó verle al cabo de un tiempo en el que físicamente no había cambiado tanto. Algunas canas aparecían encima de sus orejas y los ojos se sostenían sobre unas leves bolsitas formadas por el cansancio. A cada encuentro casual me gustaba más. Podían repetirse las estaciones sin que su recuerdo invadiera mi mente, pero cuando le tenía enfrente, mis sentimientos resurgían haciéndose más sólidos.
De forma premeditada, primero saludó a Diantha con dos besos, relegándome al segundo lugar. El roce de sus labios sobre mis mejillas desencadenó un súbito calor que me recorrió el cuerpo hasta explosionar en los pómulos. Nos miramos unos segundos, con la discreción que el deseo de querer más nos permitió, volviendo al pisito que compartí con dos estudiantes en Diemen, donde un beso evidenció la atracción que sentíamos por el otro y selló la despedida de una historia que no tendría comienzo.
    -Tienes mejor aspecto que la última vez que nos vimos –Antje me acarició el húmero esbozando una sonrisa cándida. En esa última vez ocupaba la cama de un hospital con la tibia y el peroné fracturados-. Me alegra verte así de bien.
    -Gracias.
    Diantha, dicharachera por naturaleza como recordaban los Brouwer, les habló sobre su trabajo en la farmacia, la casa que había comprado recientemente y les contó que uno de los miembros del grupo de folclore que actuaba esa noche era su pareja. Perdí el hilo de la conversación. La proximidad con Jenkin me obligaba a controlar los latidos del corazón. La señora Brouwer comentó que la pareja que les acompañaba, amigos íntimos desde la universidad, celebraban su aniversario de bodas y les habían invitado al concierto. Los niños se habían quedado con los padres de ella… ¡Niños! Hasta ese momento nunca me había planteado cómo sería la vida de Jenkin, sólo fantaseaba en cómo habría sido la nuestra en común. El doctor Brouwer era padre. Tenía dos niños y una niña de siete, cinco y tres años.
    Mi gesto fue instintivo, le miré sin disimulo alguno para comprobar cuál era su reacción mientras la señora Brouwer hablaba de sus hijos. El rostro se le enterneció y una sonrisa de orgullosa acudió a su boca. ¡Cuánto me hubiera gustado ser la mujer que tenía al lado!
 -¿Qué nos cuentas de ti? Recuerdo que la vez que coincidimos en el supermercado acababas de licenciarte en Filología… ¿latina?
Hacer alusión a esa tarde me pareció una osadía por su parte. Conversando más tarde con Diantha y dejándonos llevar por la imaginación, en sus palabras vimos un mensaje encriptado que desciframos en dos segundos: se sentía atraído por mí.
    Asentí con la cabeza.
    -Trabajo como traductora para una editorial.
    -¿En Amsterdam? -inquirió Jenkin con el conocimiento de que mi intención de aquella época era trabajar fuera de Amsterdam para alejarme de la supermacía de los Van Heley.
    -Sí, finalmente me he quedado aquí.
    -¿Casada? –preguntó Anjte de improviso.
    Enmudecí bajos tres pares de ojos observándome.
  -Sancha se ha divorciado recientemente –Diantha intervino para ocupar el hueco que había dejado el silencio, dándome unas palmaditas en la espalda a modo de consuelo. Le di un pellizco en la nalga que la sobresaltó.
  La compasión transformó fugazmente la expresión amable de la señora Brouwer al tiempo que la del señor Brouwer se ensombrecía. Si alguna vez el recuerdo me había llevado a su mente, no sé si se habría detenido a pensar en cómo sería mi vida ni en que habría sido de mí.
Siem desde la entrada nos localizó entre las personas que se dispersaban por el vestíbulo y acortó la distancia que nos separaba reconociendo a la pareja con la que charlábamos. Se había quedado fuera hablando por teléfono con Yani.
    -Buenas noches.
    Me rodeó la cintura con el brazo. Tenerle cerca me daba seguridad.
    -¿Te acuerdas de los señores Brouwer?
Siem y Diantha fueron las únicas personas que se turnaron para cuidarme y que no estuviera sola en el hospital las dos semanas que permanecí allí. Antje venía a verme varias veces al día y Jenkin no faltó un solo día. Ocasionalmente los Van Heley y Niek hicieron acto de presencia motivados más por el interés en que no denunciara a Heleentje que por mi estado.
   -Perfectamente -Siem estrechó la mano de la señora Brouwer y luego la del señor Brouwer -Encantado de saludarles de nuevo.
    Los congregados en el vestíbulo empezaron a desfilar por delante de nosotros para entrar en el auditorio. En apenas diez minutos daría comiendo el concierto.
    Nos despedimos.
    La intuición me susurró al oído que volvería a ver a Jenkin.
 
 
 
NOTAS DE INTERÉS

Ster Edities: aún tratándose de una licencia inventiva de la autora, se ha tomado como referencia una editorial ubicada en el mismo barrio donde se encuentra Ster Edities.
 
Vonderlstraat: calle perteneciente al barrio de Helmersbuurt, en Amsterdam West, que debe su nombre al poeta Joost van den Vondel.

Helmersbuurt: barrio de Amsterdam West en la provincia de Holanda Septentrional. El distrito lleva el nombre del poeta Jan Frederik Helmers.

Albert Cuyp: mercado al aire libre situado en Amsterdam entre las calles Albert Cuypstraat y Fredinand Bolstraat y Van Woustraat en el barrio de De Pij en Amsterdam Oud-Zuid. El mercado debe su nombre al pintor Albert Cuyp del siglo XVII. En el se pueden encontrar alimentos básicos y es considerado el más grande del mundo. Se puede visitar cualquier día de la semana por la mañana o la tarde.
 
De Pij: barrio bohemio con calles estrechas con numerosos restaurantes de Oriente Medio, pubs tradicionales y cafeterías con terrazas. Es sus calles se encuentra el mercado Albert Cuyp y el Sarphatipark, un parque donde disfrutar de jardines ingleses, prados verdes y estanques cristalinos.

Vondelpark:
parque grande en el distrito de Amsterdam – Zuid, inaugurado en 1865 con el nombre de Nieuwe Park, pero que finalmente se cambió en honor al poeta del siglo XVII, Joost Van den Vondel. En el interior del parque hay un teatro al aire libre, una zona de recreo para niños y establecimientos hosteleros.

 

 

 

 


58. La buena esperanza

 La mujer que masticaba chicle al hablar y dispensaba un trato amable aunque distante a los usuarios de su establecimiento me abrazó aliviada en el vestíbulo del hostal.
    -Me tenías en un sin vivir – me cogió de las manos-. Anda entra en casa y cuéntame que ha pasado -se giró hacia Daniel, que caminaba detrás de mí y le puso la mano sobre la mejilla con la ternura de una madre-. Hijo, no habréis comido nada. Ahora mismo os tomáis un caldito.
    Faltaban siete minutos para que las agujas del reloj se unieran en perfecta comunión en las doce.
    -Quédate con ella, yo me ocupo.
    -No tengo apetito.
    Las de veces que había usado el mismo pretexto desde la llegada a Madrid para escabullirme en la búsqueda de la soledad.
    Daniel interrumpió el camino hacia la cocina y me miró severo amonestándome una conducta poco participativa.
    -Lo que te apetezca o no, da lo igual, tienes que estar bien.
    Tenía razón. Solo contaba el hijo que esperaba. El legado de Jenkin. Esa parte de él que me había dejado que me inundaba de dudas e incertidumbres. No sabía cómo afrontar la nueva realidad, ni podía evitar pensar en el primer y frustrado embarazo.        Me asustó la idea de no cuidar bien de él.
    -¿Qué pasa? ¿A qué viene tanto misterio? -Cándida repartió sus miradas entre ambos-. Estoy en ascuas.
    -Te corresponden los honores. Adelante. Cuéntaselo -el tono jocoso que detecté en su voz me emponderó. Acepté el desafío.
    -Estoy embarazada.
    Cándida se tapó la boca con una mano sorprendida, luego me achuchó emocionada mientras Daniel desaparecía por la puerta de la cocina.
El caldo de verduras y pollo que nos tomamos le sentó bien a un estómago vacío desde la hora de la comida. Sorbito a sorbito me fui sintiendo mejor, menos débil y con más ánimo.
    -Es un tema delicado y no quiero que pienses que me entrometo en tu vida… -me dio unas palmaditas cariñosas en la mano- ¿Estás sola en esto?
En las conversaciones que habíamos mantenido en el taller del patio, le había dado a entender que no tenía pareja. El embarazo podía cambiar el concepto en que Cándida me tenía. La sutileza con la que me preguntó por el padre del bebé que gestaba era producto de la preocupación, no de la intromisión. Daniel, serio y atentó, esperó la respuesta sentado frente a mí en la mesa del comedor. Me pregunté que lectura estaría haciendo con la información que manejaba sobre mí. Sus ojos reflejaban una extraña combinación de expectación y pesadumbre que no entendí.
    -Me dejó… Se fue –acordarme de la última vez que vi a Jenkin fue doloroso. Apenas pensaba en él. Si no se hubiera caído por el balcón me hubiera culpado de no tomar precauciones para evitar lo que ninguna de los dos queríamos que pasara, eximiéndose de responsabilidad alguna. Nos descuidamos ambos, ¿quién detiene las ganas cuando la voluntad está ausente?
    -Deberías decirle que va a tener un hijo –Daniel intervino autoritario.
    -No es posible.
    -No se lo puedes ocultar aunque no estéis juntos, si es que no lo estáis -insistió terco.
    -Se fue… para siempre –era la primera vez que admitía que Jenkin no volvería. Se me quebró la voz y también por primera vez me entraron ganas de llorar su marcha. Me contuve. Cándida insufló calor rodeándome con su brazo los hombros.
    -Hijo… él ya no está.
    Daniel pareció comprender entonces lo que yo no podía verbalizar. El semblante se le ensombreció. Desconcertado me miró con conmiseración poniéndose por unos segundos en mis zapatos. Con un hijo en camino y viuda.
    -No te preocupes, el tiempo que estés aquí cuidaremos de ti… ¿verdad, hijo?
    -¿Qué? –Daniel distraído volvió al comedor de la casa de su madre y a toparse con mi presencia separados por una mesa. La nariz recta le daba un aire imperioso que poco contrastaba con el aturdimiento que estaba experimentado.
    Esa noche durmió en casa.