sábado, 20 de mayo de 2023

62. El sauce llorón


     En la segunda visita a la mansión, Federico me recibió debajo del centenario sauce llorón, sentado en una butaca de mimbre con respaldo circular y cojines turquesa. A finales de mayo la temperatura invitaba a pasar tiempo en exteriores. En aquella parte del jardín era donde mi hermana ejercía de perfecta anfitriona consorte con las amistades de su marido.
    -Ewout, tu padre, iba dos o tres veces al año a ver a tus abuelos -la sangre se me heló en las venas. Mi padre había estado en la casa donde me recluían. Habíamos pisado el mismo suelo sin que ninguno de los dos sospechara de la existencia del otro. Puede que incluso hubiéramos coincidido bajo el mismo techo... Me encerraban para que no nos viéramos-. Una de esas veces nos encontramos en el aeropuerto de Schiphol. Tomamos el mismo vuelo, sin embargo no nos vimos hasta desembarcar- acarició el bastón de madera de cerezo tallado-. Los inversionistas con los que me reuniría al día siguiente pusieron a mi disposición un coche que me trasladaría al hotel donde tenía reservada una habitación. Llevé a Ewout a casa de sus padres -dejó el bastón a un lado sobre el asiento. Observé como la nuez aumentaba de tamaño. Tragaba saliva-. Así fue como averigüé donde vivían -se mojó los labios con la manzanilla para comprobar la temperatura. Cada vez le costaba más proseguir. Recordar le suponía un esfuerzo -Conocí a los padres de Ewout en una comida familiar aquí en Madrid. Pasaban unos días con tus padres. Laura acaba de enterarse de que tendrían gemelos- una abeja revoloteó sobre mi vaso de zumo de melocotón. La siguió con los ojos unos instantes, luego continuó-. No se llevaron una buena impresión de mi persona. Admito que la situación fue comprometida e incómoda para ellos, no obstante, lejos estaba de imaginar que descargarían su ira en vuestra contra, que aún no estabais en el mundo, ni que sentenciarían vuestras vidas, sobre todo la tuya, que has crecido sin tu familia, por un desliz de terceros. Ese día un atroz castigo cayó sobre tus padres. Nunca se sobrepusieron a tu pérdida.
    Temblorosa cogí el vaso de zumo y bebí un sorbo para quitarme la sensación de mareo que me embargó de pronto. Estaba confusa. Las sienes me latían. Mis padres esperaban mí llegada pero creyeron perderme y no conocían mi existencia... Lo que se me pasó por la mente fue aberrante, pero nada podía sorprenderme de los Van Heley.
    -Por el manuscrito que escribió Cintia, estás al tanto de la estrecha relación que me unió a tu abuelo...
    Federico y Eduardo, mi abuelo materno, fueron amigos en la infancia. Pertenecían a clases sociales distintas. Mi bisabuela planchaba para la familia Osorio y vivía con mi bisabuelo en la casa de los guardeses del colegio religioso donde ambos estudiaban: Federico por posición social, Dado por la bondad del padre Damián, director del centro, que no permitió que una inteligencia como la del abuelo se desperdiciara. Dejaron de verse en la adolescencia y al cabo de los años se encontraron en Tanger. Allí se dejaron llevar por la pasión que su amistad escondía y silenciaron incapaces de reconocer sus sentimientos. Se enamoraron perdidamente el uno del otro, compartiendo su gran amor con Juanibel, la primera esposa de Federico, en una relación de a tres donde los celos no tenían cabida. Se amaban sin más.
    Intuí que lo que Federico trataba de decirme y le costaba por las pausas que hacía, estaba relacionado con el descubrimiento de esa parte de su vida y del abuelo. La animadversión que los Van Heley mostraban hacia mi madre también guardaba relación con el día en que a todos nos cambió la vida. Lo tuve claro.
    -El amor consensuado no daña, daña la intolerancia y hay quienes la llevan hasta el extremo, como lo Van Heley. 
    -Curiosa forma de dirigirte a tus abuelos.
    -Nunca ejercieron como tal. Éramos unos desconocidos. Fui su inversión, un proyecto. Me dieron una buena educación, crecí sin carencias materiales, pero me negaron el cariño que no podían darme mis padres porque perecieron en un accidente de tráfico.
    Los ojos de Federico se humedecieron. Se volvió frágil en un segundo. Sobre su espalda cargaba un peso una culpa que no merecía.
    Me levanté, me dirigí a su butaca y me agaché a su lado cogiéndole una mano. Me correspondió con una caricia sobre la mía que casi me desborda en lágrimas. Federico Osorio me inspiraba ternura.
    -Es una víctima más de los Van Heley -concedí.

 

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