domingo, 31 de diciembre de 2023

92. Noviembre

   
    Federico había ganado peso desde nuestro último encuentro en el mes de julio. Esa tare, bajo el sauce llorón nos despedimos sin saber si algún día nos volveríamos a ver; él por haber tomado el último tres y yo por un futuro imprevisible que me tendría apartada una buena temporada. Físicamente le noté cambiado, la piel se le pegaba menos a los huesos y tenía un aspecto sonrosado. Me recibió con el afecto que denotaba por las nietas de su gran amor, Dado. El abuelo, durante su estancia en Marruecos, se transformaba en la bella Lola por las noches para cantar boleros en un club nocturno regentado por una amiga con quien había compartido tablas años atrás. Los hombres bebían los vientos por esa mujer de ojos enigmáticos. Federico y Dado fueron valientes en una época dónde la libertad era una utopía.
    -Mi querida Sancha. Temía ceder al tiempo sin verte una vez más.
    -Lamento no haberle informado de mi visita con antelación -le ayudé a sentarse en la butaca.
    -Llegas justo a tiempo de tomarte un chocolate conmigo. No es de agrado de mi médico que me tome algunas licencias alimentarias poco apropiadas a mi edad, pero precisamente por los años que calzo me permito algunos caprichos.

    A mi llegada a la mansión, caminando al lado de Andrés por el vestíbulo hasta la salita del té, donde la chimenea encendida calentaba la estancia, al preguntarle por el señor me refirió que conocerme había supuesto que se marcarse el objetivo de unir a mi familia. Comía más y mejor para fortalecerse y había recuperado la ilusión.
    -¿Cuántos años ha pasado desde entonces -me preguntó de pronto, como si acabara de caer en ello. No necesité de mayor detalle para saber a que se refería.
    -Treinta y ocho.
    Tal día como aquel, mis padres lloraban la pérdida de una hija.
    Ajenos a lo que ocurría en el vestíbulo seguimos conversando, con el sabor amargo del chocolate en el paladar.

    Cintia llamó al timbre. Ándrés le abrió la puerta.
    -Buenas tardes, André, ¿el señor está en la sala? -se desabrochó el abrigo color rosa palo dirigiéndose al encuentro de su ex marido. Andrés la siguió bregando pro interceder su paso. Lamentó que la agilidad de sus piernas no fuera la de antaño y que los reflejos empezaran a fallarle.
    Las visitas de mi hermana no era frecuentes. A los hijos de Federico no les hubiera gustado saber que su padre y su ex madrastra mantenían el contacto después del divorcio. Pensaban que se habían librado de ella por completo.
    -El señor está ocupado y temo que no pueda atenderla. Permita que se lo consulte.
    -Mi estimado André, ¡cuánto formalismo! Aunque ya no viva en la mansión, considérame de la casa.
    Andrés no pudo frenar las intenciones de la antigua señora.
    Cintia abrió la puerta de la salita con ímpetu y se adentró en ella muriendo el nombre de Federico entre sus labios al ver una réplica exacta de ella misma sentada al lado de su ex marido. Petrificada se detuvo en seco. Perturbada por la inesperada visión dejé la taza sobre la mesita auxiliar y me levanté sin pensar lo que estaba haciendo.
    Era siete de noviembre.
    El día que nacimos.

sábado, 30 de diciembre de 2023

91. Volver a empezar

 

    Pasé del frío otoño de Ámsterdam, con días con temperaturas por debajo de los diez grados, al cálido otoño de España en apenas ocho horas.
    Las calles cubiertas de hojas en tonalidades ocre y rojizo anaranjado desprendidas de los árboles sonaron bajo mis pies como papel arrugándose entre las manos, al bajar del coche.

    Cándida se había llevado una taza de café al iniciar el turno de las tres. No le había dado tiempo de tomárselo después de la comida, como acostumbraba, en casa. Sobre las cinco menos veinte de la tarde levantó la cabeza al oír pasos en el vestíbulo. Los rizos cortos que adornaban su cabeza se movían acompañando el gesto. Había desterrado el pelo recogido en la nuca liberando la tirantez del cabello. Tan favorable cambio de peinado repercutía sobre un rostro relajado y amable. Formó una "o" perfecta con la boca del tamaño de una pelota de ping pong al tiempo que abandonaba su puesto detrás del mostrador para correr hacia mí y abrazarme con desproporcionado ímpetu.
    -Pero niña, ¿cómo no me avisas?
    Sus ojos me recorrieron de arriba abajo deteniéndose en mi hija. Volvió a estrecharme estrechamente.
    -Espero que haya alguna habitación disponible.
    -Tonterías, te quedas en casa... y no repliques. Eres mi invitada.
    Cuando Cándida ordena más vale hacerle caso.
    
    Leonardo entró con mi equipaje, nos sorteó y fue directamente al bajo. Se detuvo para sacar un juego de llaves del bolsillo de la cazadora y abrió la puerta desapareciendo en el interior de la vivienda con normalidad. Durante mi ausencia se habían producido cambios de los que me ocuparía de conocer los detalles.
    
    Me instalé en el dormitorio con ventana a la calle de María, la hija de Cándida, que vive en Bruselas. Guardé algunas prendas en el armario empotrado blanco de dos puertas. No iba a quedarme demasiado tiempo. Mi estancia allí era provisional. Alquilaría un apartamento para que mi hija tuviera un hogar. Eventualmente tendría que viajar a Ámsterdam por motivos laborales. El señor Visser se habían mostrado compresivo cuando le comuniqué que me mudaba a Madrid. Me garantizó que mi contrato con la editorial no se alteraría.
   
    Establecí un horario de trabajo para las mañanas. Las tardes las dedicaba a caminar una hora después de la comida. A veces visitaba "El hidalgo" y charlaba en la trastienda con Alonso o Sofía, que había iniciado el segundo año de carrera.

    Coincidí con Patricia Ruíz de Azua en unos grandes almacenes. Fui a comprarle ropita a mi hija, que llegaría a principios de enero. En el primer embarazo no había tenido ocasión de disfrutar de una jornada de compras como aquella, eligiendo prendas tan pequeñitas que se me hacía imposible que se ajustara a un recién nacido. Me emoción seleccionando bodys, calcetines, camisetas y pijamas con multitud de estampados y coloridos. Aunque mi niña no caminaría hasta que se acercara el años, no pude resistirme a comprar unos zapatitos que se ajustaban al pie con velcro.
    Salí de la tienda infantil entusiasmada. Tan ensimismada estaba imaginando cómo le quedaría la ropa a mi pequeña que no me percaté de que Patricia me llamaba... es decir, llamaba a mi hermana. Vio pasar mi reflejo por el escaparate que miraba de una zapatería y me llamó la atención sin que yo respondiera al nombre de Cintia.
    Nos saludamos cordialmente, ella cargada con sus bolsa y yo con las mías. El bolso que llevaba a modo de bandolera disimulaba mi vientre. Patricia Ruíz de Azua me caía bien, pero representaba una amenaza desde que vivía en Madrid.
    -Hace un par de semanas comimos en el mismo restaurante. Te marchaste con Regina antes de que pudiera saludarte.
    La fuerza con la que sostenía las bolsas disminuyó de los dedos y una de ellas cayó al suelo. Me agaché a recogerla preocupada porque Patricia hubiera estado bajo el mismo techo que Cintia. Si se producía otro encuentro entre ambas y entablaban conversación, mi hermana podía pensar que o bien, Patricia deliraba, que le estaba tomando el pelo o que otra mujer se hacía pasar por ella. Había demorado el momento de tomar contacto con mi familia porque temía enfrentarme a la situación. Mis padres creían que estaba muerta y mi hermana es probable que desconociera que tenía una gemela. La gran mentira de los Van Heley no pasaría por sus vidas de puntillas, les causaría impotencia y dolor.
    -Una pena -sonreí por dentro.
    -Nos llamamos y quedamos -me dijo mirando la hora en el móvil.
     Me intranquilizó sobre manera.
    Tenía que actuar ya.