Federico había ganado peso desde nuestro último encuentro en el mes de julio. Esa tare, bajo el sauce llorón nos despedimos sin saber si algún día nos volveríamos a ver; él por haber tomado el último tres y yo por un futuro imprevisible que me tendría apartada una buena temporada. Físicamente le noté cambiado, la piel se le pegaba menos a los huesos y tenía un aspecto sonrosado. Me recibió con el afecto que denotaba por las nietas de su gran amor, Dado. El abuelo, durante su estancia en Marruecos, se transformaba en la bella Lola por las noches para cantar boleros en un club nocturno regentado por una amiga con quien había compartido tablas años atrás. Los hombres bebían los vientos por esa mujer de ojos enigmáticos. Federico y Dado fueron valientes en una época dónde la libertad era una utopía.
-Mi querida Sancha. Temía ceder al tiempo sin verte una vez más.
-Lamento no haberle informado de mi visita con antelación -le ayudé a sentarse en la butaca.
-Llegas justo a tiempo de tomarte un chocolate conmigo. No es de agrado de mi médico que me tome algunas licencias alimentarias poco apropiadas a mi edad, pero precisamente por los años que calzo me permito algunos caprichos.
A mi llegada a la mansión, caminando al lado de Andrés por el vestíbulo hasta la salita del té, donde la chimenea encendida calentaba la estancia, al preguntarle por el señor me refirió que conocerme había supuesto que se marcarse el objetivo de unir a mi familia. Comía más y mejor para fortalecerse y había recuperado la ilusión.
-¿Cuántos años ha pasado desde entonces -me preguntó de pronto, como si acabara de caer en ello. No necesité de mayor detalle para saber a que se refería.
-Treinta y ocho.
Tal día como aquel, mis padres lloraban la pérdida de una hija.
Ajenos a lo que ocurría en el vestíbulo seguimos conversando, con el sabor amargo del chocolate en el paladar.
Cintia llamó al timbre. Ándrés le abrió la puerta.
-Buenas tardes, André, ¿el señor está en la sala? -se desabrochó el abrigo color rosa palo dirigiéndose al encuentro de su ex marido. Andrés la siguió bregando pro interceder su paso. Lamentó que la agilidad de sus piernas no fuera la de antaño y que los reflejos empezaran a fallarle.
Las visitas de mi hermana no era frecuentes. A los hijos de Federico no les hubiera gustado saber que su padre y su ex madrastra mantenían el contacto después del divorcio. Pensaban que se habían librado de ella por completo.
-El señor está ocupado y temo que no pueda atenderla. Permita que se lo consulte.
-Mi estimado André, ¡cuánto formalismo! Aunque ya no viva en la mansión, considérame de la casa.
Andrés no pudo frenar las intenciones de la antigua señora.
Cintia abrió la puerta de la salita con ímpetu y se adentró en ella muriendo el nombre de Federico entre sus labios al ver una réplica exacta de ella misma sentada al lado de su ex marido. Petrificada se detuvo en seco. Perturbada por la inesperada visión dejé la taza sobre la mesita auxiliar y me levanté sin pensar lo que estaba haciendo.
Era siete de noviembre.
El día que nacimos.
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