domingo, 19 de abril de 2020

2.- El accidente


Memorias de una ex amante

    La llave girando en la cerradura me sobresaltó. El corazón empezó a galopar sin tregua. La puerta se abrió y entre el filo y la jamba asomó Jenkin con su endiablada sonrisa de hombre que ha asumido que muchas mujeres se derriten en su presencia y hace un uso desmesurado del carisma que aumenta el atractivo.
    Las piernas me temblaron. ¿De verdad podría hacerlo? ¿Podría decirle que la situación era insostenible y que no aguantaba más compartirle con su mujer? Si lo hacía, ¿no estaría siendo egoísta?

    Sus ojos claros me recorrieron mientras trataba de sacar la llave del bombín desencajándose su expresión al reparar en  mi sencilla indumentaria, unos tejanos y un jersey rosa palo, al tiempo que percibía que algo no iba bien. El doctor tendría que esforzarse en encauzar el encuentro para cumplir las expectativas de sus fantasías... ¡Y solo contaba con dos horas! Las que disponía para estar juntos esa tarde.

    Jenkin era apuesto. Constitución fuerte, entorno al metro ochenta, pelo rubio canoso y largo hasta la nuca y piel cada vez menos tersa y elástica. Le había visto madurar a lo largo de los años y él había sido testigo de mi tránstito de la infancia a la adolescencia y posteriormente a la edad adulta.
        -Liefde.
    Cómo duelen las palabras cuando quien las pronuncia no las siente, transformándose los sustantivos en nombres que producen un vacío insufrible en el estómago de a quien van dirigidos. Liefde era la daga que clavaba en mi vientre una y otra vez sin ser consciente ni consecuente del dolor que me causaba.
    Me abrazó. El calor de sus brazos rodeando mi cuerpo me estremeció. Me besó el cuello despacio. No respondí de la forma que hubiera deseado ser correspondido, desabrochándole el cinturón, el botón y la cremallera del pantalón para que mis manos se acoplaran a sus glúteos por fuera del bóxer.
      -¿Qué te preocupa? -me preguntó melifluo separando su rostro de mi piel para mirarme. Me acarició la mejilla comprensivo. Odiaba lo encantador que era.
    Tenía calor, mucho calor. Sus brazos me abrasaban y la calidez de su voz me hacía agua. Podía haberle dicho que "lo nuestro" se terminaba otro día y aprovechar el tiempo que nos quedaba antes de que se marchara de un modo más satisfactorio para ambos. No, no podía sucumbir y alargar la agonía. Me imaginé siendo una mujer fuerte, sin flaquezas, que perseguía sus objetivos hasta alcanzarlos. Una mujer despiadada. Una mujer distinta de la sensible que era. Tenía un cometido y lo iba a llevar a cabo.
         -Tengo que decirte algo.
        Me deshice de sus brazos o Jenkin se deshizo de mi cuerpo no estoy segura. El caso es que fue al frigorífico, cogió una botella de vino, abierta la última vez  que habíamos estado allí y se sirvió  una copa.
     -Toma un poco.
    Me ofreció beber del mismo vaso para crear un clima íntimo y seducirme, valiéndose de lo profundos que eran mis sentimientos, hacer lo que había ido a hacer y luego, si sobraban minutos, escucharia lo que quería decirle, invirtiendo el orden de lo que creía que iba a pasar en el apartamento.
     -No me apetece.
     -Liefde, esto te animará... No me gusta verte así. Relájate.
    A veces tenía la sensación de que cuando hablaba no quería oírme o desoía lo que decía a propósito en su beneficio. 
    Acercó el borde del cristal a mis labios convencido de que tenía el control de la situación y que en segundos estaría atrapada en la tela de araña que iba tejiendo. Pensar en que lo conseguiría me desquició. Aparté la copa con tan desproporcionado ímpetu que el contenido se vertió sobre su camisa celeste.

    Se apartó como si tuviera delante una mofeta apestosa con los brazos en alto maldiciendo mi torpeza furioso. El hombre de mi vida era detestable dominado por el mal genio. Su cerebro se anticipó a lo que ocurriría al volver a casa. Antje querría saber porque olía a vino. Teóricamente, el tiempo que me estaba concediendo, cuan migajas que se le echa a los gorriones en el parque, estaba en el hospital por una emergencia que se había producido y se retrasaría un par de horas. Se lo comunicó a su esposa encargándole que recogiera a los niños de las actividades extra escolares en su lugar.
    El surco granate de la pechera le haría sospechar que mentía y empezaría a pensar cosas que no eran o que sí eran pero debían permanecer en secreto. Jenkin no admitía el fracaso. Podía plantearse dejar a su mujer, nunca que ocurriera al contrario.

    Busqué en la cocina, paño en la mano, el bote de bicarbonato para limpiar la mancha de la camisa de Jenkin, que caminaba de un lado al otro con grandes zancadas y fuera de si, según intuí detrás de mí.
    No sé por qué me preocupé en ayudarle a que saliera airoso de la situación, a fin de cuentas,  Antje no le dejaría por una deslealtad continuada, pero Jenkin no lo sabía, como tampoco sabía que su esposa hacía años que sospechaba que él se relacionaba con otra mujer, tragándose el orgullo y la rabia para conservar una falsa estabilidad familiar. A la decepción siguió el desamor. Fingió que nada había cambiado y que no le aborrecía. La amorosa Antje se transformó en un trozo de mármol, en una mujer de doble cara. Una mancha de vino no terminaría con su matrimonio.

    Fue sin querer.
   La puerta del balcón, de poco menos de un metro de superficie, donde solo cabía una persona de pies pequeños, estaba entreabierta cuando la empujé con el trasero al dirigirme acelerada hacia el baño donde Jenkin estaría intentando eliminar la maldita mancha de vino.
    Oí un grito de horror y un golpe seco que me paralizó.
     -¿Jenkin?
    Le llamé temblorosa con unas repentinas ganas de vomitar, esperando que su voz maltratara mis oídos con algún improperio propiciado por el descomunal enfado que tenía, desde el baño.
    No hubo respuesta.
    Miré espantada hacia el balcón.
    Fue sin querer... un accidente.
    Quería romper la relación, terminar con una historia que solo significaba algo para mí, pero de forma menos drástica y dramática.
    Le imaginé estampado sobre la acera impregnándose de un líquido más viscoso que el de la camisa de color cielo. 
    Le había matado... pero fue sin querer.
    Lo amaba o le amo, no lo sé.

 

NOTAS DE INTERÉS

Liefde: en neerlandés significa amor.

domingo, 12 de abril de 2020

1. La cita

Memorias de una ex amante





Fue sin querer.
Le amaba... o le amo, no lo sé.
Esa tarde estaba enfadada; cansada de su perenne engaño; decepcionada de su actitud displicente; contrariada por la escasa importancia que le daba a lo únicamente importante para mí; hastiada; superada... Estaba aburrida.

Me desperté de pronto nerviosa e inquieta. No eran las seis de la mañana cuando abrí los ojos y lo vi claro. Si en siete años no había tomado la decisión de separarse de Antje, yo tomaría la mía para ambos.

Es la misma historia de siempre, pero la nuestra nos parece distinta a las demás porque el hombre casado con hijos del que nos enamoramos, no nos mentiría nunca respecto a sus sentimientos. Somos tan ingenuas que creemos ver en sus ojos una verdad inexistente y cada "te amo" o "te quiero", cada gesto cómplice o de cariño son
códigos de un lenguaje más universal que particular. No nos engañemos. Los vínculos entre las personas son semejantes los unos a los otros, ni son especiales ni extraordinarios. Al principio dolería, tanto daba, el sufrimiento estaba integrado en mi vida desde hacía años, silenciando un amor inconfesable. El tiempo atenuaría el trasiego lacerante y algún día, quizás, recuperaría la capacidad de soñar sin estar dormida. El dolor no es eterno y hay heridas que se cierran aunque dejen cicatrices. Viviría marcada.
Le llamé para vernos por la tarde.
Jenkin alquiló un apartamento en Apollobuurt, frente al canal, de cincuenta metros, con un
dormitorio, cocina incorporada al salón y un baño con bañera. Que tuviera bañera ese espacio que nos pertenecería a los dos fue una petición mía concedida. Me encanta meterme en el agua caliente; notar la espuma fría; quedarme sin aire al sumergirme hasta la barbilla y entrar en calor paulatinamente. Es una sensación parecida a cuando Jenkin me quitaba la ropa despacio con el aliento rastreándome la piel que quedaba al descubierto y yo quería que se diera prisa pero a la vez que tardara en despojarme de artificios que obstaculizaban el roce de nuestras epidermis.

No sospechaba que tenía intención de terminar con una relación que ya no me aportaba nada.        El placer ya no era suficiente, necesitaba estabilidad emocional. Se alegró de oír mi voz y de          que quisiera verle entre semana. Habitualmente quedábamos los sábados y domingos que no tenía guardia en el hospital. A Antje le decía que iba a hacer deporte. Otras veces, cuando el trabajo nos lo permitía, comíamos en el apartamento y nos devorábamos enteros. Para un hombre de mediana edad, catorce años mayor que su amante, que ella sienta el deseo de estar con él, reafirma su masculinidad. Detecté en su voz  emponderamiento al emplazarle para más tarde. No pensó en su mujer, ni en sus hijos, ni en las obligaciones que tenía para con ellos, pensó en satisfacer su ego. Ese era el hombre del que me enamoré a los quince años.

Llegué después de las cinco a nuestro nido de amor, eufemismo de picadero, término soez que        calcaba la realidad hasta asquearme de lo que allí ocurría, cuando volvía a casa tan llena como      tan vacía estaba. Jenkin lo haría en media hora. Para otra ocasión habría llegado con una hora      de antelación, relajado veinte minutos en agua caliente; extendido la crema hidratante con              aroma a vainilla por todo el cuerpo, su preferida, perfumado de jazmín y arreglado para que        su impaciencia me desarreglara con urgencia. Hubiera cortado daditos de queso gouda que            acompañaría al vino tinto que no faltaba en el frigorífico y puesto sobre la mesa redonda,              iluminada por velas, con dos copas.

Me salté el protocolo. No habría preliminares. Iría al grano. Me senté en el sofá y esperé sin saber qué hacer con las manos ni con las piernas. Me sobraban las extremidades. Me incomodaban porque no sabía cómo ponerlas, si cruzarlas, si arrullarme y abrazarme a mi misma para insuflarme valor, o simplemente tumbarme e impacientarme en horizontal. Me confortaba que en un par de horas, todo terminara.



NOTAS DE INTERÉS

Apollobuurt: barrio de Amsterdam en el districto de Amsterdam-zuid. Las calles se caracterizan por llevar nombres de leyendas griegas, compositores y pintores.