sábado, 29 de enero de 2022

46. A propósito



    Cándida tiene tres hijos.  
    La mayor, María, es abogada y trabaja en la embajada de España en Bruselas, donde vive con su marido, oriundo del país y sus dos hijos de seis y ocho años. El menor, Alberto, vive en Barcelona con su novia y es diseñador gráfico en una agencia publicitaria. En el retrato enmarcado que la madre me mostró y que cogió del armario del comedor donde cada miembro de la familia tiene su propio espacio en la balda, el parecido con Daniel era innegable, salvo que el benjamín tiene rasgos aniñados y menos pelo cubriendo una piel imberbe. El mediano de los hermanos posaba abrigado hasta el cuello rodeado de nieve, sonriente y con un ojo cerrado para protegerse de la luz solar que le caía sobre esa zona de la cara. Me pareció simpático... hasta que recordé su profesión.
    -Te voy a enseñar algo que él no querría que viera nadie.
    Cándida bajó el tono de la voz como si alguien más pudiera oírla.
    Después de la comida le había ayudado a recoger la cocina y nos habíamos entretenido hablando sobre un marco que estaba restaurando para regalárselo a Trini en su cumpleaños con una foto sepia de las dos amigas poco antes de ser madres ambas. Me enseñó otros marcos a los que les había dado su toque personal, repartidos entre las paredes del salón inmortalizando instantes familiares.
    Abrió el segundo cajón del mueble del comedor, levantó dos mantelerías bordadas y de debajo de ellas sacó una fotografía de Daniel con una chica de melena castaña y lisa hasta los hombros unidos ambos por la mejilla. Cuando me la entregó, el papel me quemó los dedos. El policía tenía un aire relajado y encantador, desconocido hasta ese momento y parecía feliz al lado de chica, que Cándida me confirmó a continuación había sido su novia.
    -Mi hijo no sabe que la conservo. Estuvieron juntos diez años -el tono confidencial que usó, al borde del susurro me mantuvo en vilo-. Hace un par de años lo dejaron sin que mi hijo me constase que había pasado. Solo me dijo que se mudaba del piso que compartían porque habían roto -suspiró apenada-. Ella, Silvia no me volvió a coger el teléfono más. Para era parte de la familia, como los son mi Philippe y mi Judith, pero algo gordo tuvo que pasar entre ellos... ¿Quieres un chicle? -negué con la cabeza. Le devolví la foto. Sostuvo la mirada sobre la pareja un rato y se metió un par de grageas en la boca. Después la guardó con cuidado boca abajo-. Tiene amigas con las que va y viene, es joven, no puede vivir encerrado porque una relación haya ido mal, pero si le pregunto si hay alguna chica que le guste más que otra, responde que con una vez tuvo bastante... -me miró resignada-. Una pena. Las madres queremos que los hijos tengan compañía, que no estén solos, como yo. La soledad puede ser muy triste, ya lo creo que sí -reflexionó en voz alta-, pero si Daniel cree que con encuentros de aquí te pillo, aquí te mato, está bien, no tengo nada que decir...
    Entendí la preocupación de una madre respecto a la inestabilidad sentimental de un hijo y aunque no lo manifestó abiertamente, que Daniel tuviera relaciones esporádicas le confirmaba que su hijo no estaba satisfecho con su vida solitaria, de lo contrario no buscaría calor femenino asíduamente, y que fuera debido a algún tipo de adicción a las prácticas con el género contrario, estaba descartado. Daniel enmascaraba su verdadero deseo deshaciéndose entre suspiros y agua salada.
    -Cuéntame, ¿antes de hacerte monja has tenido novio? - me cogió la muñeca para guiarme hasta el sofá donde nos sentamos, al otro lado del comedor-, porque supongo que después de haber estado casada con dios no hay pretendiente que esté a la altura... -si hubiera sabido que no fui monja vocacional sino ocasional y que mi vacío interior lo copaba días antes Jenkin, que era el parche que tapaba mi soledad, seguramente no se hubiera sorprendido. Me apretó otra vez la muñeca-... ¡a propósito! ¿El taxista viene mañana...? Parece buen hombre pero habla por cien... ¡Qué forma de matar el tiempo!
    Sonreí, más que aliviada por no tener que responder preguntas sobre mi vida sentimental, divertida por el cambio radical de tema.
    -Puntual como un reloj. 
    Cándida se mesó el pelo con coquetería, a propósito.


domingo, 23 de enero de 2022

45. La discusión



    De pronto vuelvo a verle al cabo del tiempo y me crecen alas y echo volar a ese lugar indeterminado donde residen los sueños. Fantaseo, me permito albergar una esperanza tan efímera como dolorosa, cuando su presencia se disipe y el peso de la soledad me aplaste. 
    En dos ocasiones anteriores había sentido lo mismo, la primera cuando asistí a la conferencia en la que Jenkin intervenía como ponente; la segunda en la habitación del hospital tras el atropello; la tercera en ese momento, y habría una cuarta vez, que llegaría años más tarde.
    
    La discusión con los Van Heley me había alterado del tal modo que salí de forma precipitada de su casa sin ser consciente del entorno que me rodeaba ni del suelo que pisaba.
    En la salita de estar, con la decepción cubriendo sus desgastadas facciones, los Van Heley exigieron que me disculpara con Niek por el desplante de la noche anterior, y me informaron de pretensiones de que me casara con él sin tener en cuenta mis sentimientos.
    -Nos ha dejado en evidencia delante de Niek con tu conducta desproporcionada y fuera de lugar -la retahíla de reproches y recriminaciones siempre eran iniciadas por Godelieve, a quien Huub concedía la palabra sin intervenir hasta considerarlo oportuno-. Confiamos en que dándote la libertad que te atribuiste sin consultarnos, discernirías lo que es apropiado de lo que debías desechar de tu vida, pero la flexibilidad ha contribuido a nutrir tu rebeldía y no toleraremos que eches a perder tu futuro por la inmadurez que muestras al tomar las decisiones transcedentales -necesitó beber agua del vaso que sostenía la mesita de al lado de la butaca que ocupaba-. Deberías sentirte afortunada de que un hombre de la posición y brillantez de Niek Van der Berg esté interesado en ti. Su nobleza y generosidad son ilimitadas. Te defendió argumentando que habías reaccionado de esa manea porque te puso nerviosa lo inesperado de la pedida, restándole hierro al asunto -se recompuso en el asiento-. Te disculparás y aceptarás la propuesta de matrimonio en la cena que vamos a ofrecer a su familia la próxima semana.
    -Nunca -la rabia me corroía pero debía mantenerme templada para lidiar con bestias-. Olvidáis con facilidad o no queréis recordar lo que afecta negativamente a vuestros intereses -los miré alternativamente hallando impiedad en ambos-. Niek intentó sobrepasarse conmigo en esta casa -señalé hacia la ventana que daba a la parte de atrás-, ahí fuera, en el jardín -tragué saliva-. Y su hermana me atropelló poniendo en riesgo mi vida.
    -Accidentalmente -primera intervención de Huub-. No hubo propósito de causarte ningún daño. 
    Sus palabras me escocieron como la sal sobre una herida abierta.    
    -Nada de lo que hace Heleentje es fortuito -rememoré retazos dolientes y amargos del pasado-. Me odia desde que estudiábamos en el St. Liselot. Inventó una falacia para que me expulsaran del colegio y lo hubiera conseguido si el informe médico no hubiera desvelado la verdad. Disteis más crédito al testimonio falso de una extraña que al de vuestra nieta.
    -Ese informe confirmó que el contacto físico no fue a mayores, en ningún caso que los encuentros no se produjeran. No te eximía de culpa. Incumpliste las normas del colegio y la dirección tuvo la deferencia de pasar el incidente por alto... -carraspeó- gesto que agradecimos con un sustancioso donativo.
    Una profunda tristeza me invadió. Enfrentarse a los Van Heley era golpearse una y otra vez contra un muro. Suspiré resignada. Agotada. 
    -Me marcho de Ámsterdam.
    -Te casarás con Niek -la firmeza de Godelieve me aterró-. Si no quieres que las malas decisiones afecten a los demás, harás lo que debes.
    Lanzar la piedra y esconder la mano era propio de la madre de mi padre.
    -¿Qué quieres decir?
    -Hemos sido extremadamente permisivos con tus amistades aún sabiendo que no eran las convenientes -la situación apestaba-. La inclinación del profesor de Almere podría ser mal interpretada por sus alumnos y crearle serios problemas. Perdería el trabajo y encontrar otro con un historial manchado por la sombra de la duda sería complicado. Su apacible vida se convertiría en un infierno solo porque TU no tomaste la decisión acertada. 
    La insinuación de Huub era aberrante. Los Van Heley eran repugnantes.
    -Me avergüenza que tengamos la misma sangre.
    -Modera tu lenguaje. Nos debes respecto.
    Godelieve bebió más agua del vaso, Huub movió las aletas de la nariz acompasadas.
    -Piensa bien lo que harás. De ti depende que personas a las que aprecias padezcan tus desaciertos. 
    Salí de la casa caminando deprisa para alejarme lo antes posible de ellos. El grado de manipulación de los Van Heley era aterrador. Había crecido con unos monstruos desalmados.
    Me detuve sin aliento cuando me cogió del brazo por la espalda. Me giré destrozada y hallé sus ojos claros cargados de desconcierto.
    Jenkin.

     

domingo, 16 de enero de 2022

44. El tour

 


    La curiosidad es adherente al ser humano y saciarla equivale a responder preguntas y a ahondar en lo desconocido.
    Vi una puerta abierta y la traspasé para descubrir qué aguardaba al otro lado, no sin el temor de que me defraudara lo que hallara. La tarjeta ignorada de Popucho recobraba entre mis dedos era la puerta que materialicé al llamarle requiriendo sus servicios.
    Le pedí que me llevara a los sitios que Cintia mencionaba en las memorias, credenciales de sus vivencias que complementarían la escasa información obtenida de Patricia y Gonzalo cuando el azar dispuso que nuestros caminos se cruzaran.
    Leonardo Ponce Chouza era soltero por convicción. A los veintidós años tuvo una novia con la que se habría casado si ésta no le hubiera plantado al conocer a otro hombre, lo que supuso un punto de inflexión en su vida. Desde ese instante no volvió a fijarse en ninguna mujer.
    -... de aquel mal trago salí escaldado, sabe. Todo parecía ir bien. Creía que estábamos hechos a medida... -suspiró sonoramente- el mundo se cayó a mis pies cuando me soltó que estaba enamorada de otro y que se largaba con él... En fin, estas cosas pasan y yo no soy la excepción.
    Popucho me relató esto mientras conducía hacia la mansión. Era la primera parada del itinerario que había trazado. Por curiosidad o por "la llamada de la sangre hacia las raíces" según Leonardo que tenía su propia opinión al respecto, me sentía atraída por conocer los sitios en los que Cintia había interactuado. Mi guía amenizó los trayectos desempolvando recuerdos de la memoria y rescatando otros del olvido, atribuidos a esas veces en que hizo el mismo recorrido con mi hermana. A colación de uno de ellos, su frustrada historia de amor, tomó protagonismo.

    Aparcó el coche a unos metros de la puerta de la casa en la que Cintia residió con su marido nonagenario, el segundo en diez años, en la acera de enfrente.
    -Justo aquí es donde esperaba a su hermana. Desde esta posición veíamos perfectamente quien salía de la casa.
    Bajé del vehículo, atravesé la carretera de la urbanización y me acerqué a la verja. A unos quinientos metros se encontraba la edificación principal, alzada sobre un porche. A la derecha estaban los garajes y entre uno y otro edificio, vislumbré a lo lejos algunas ramas titilantes del sauce llorón al que Cintia se abrazaba en la búsqueda de consuelo. Imaginé a una mujer exacta a mí recorriendo a pie el camino hasta la salida de la propiedad; paseando por el jardín; nadando en la piscina; merendando con los aburridos amigos de su marido y con sus anticuadas esposas; acompañada por los San Bernado a los que había rebautizado con los nombres de Idi y Otas, que la odiaban tanto como ella a ellos.

    Leonardo me recogió al día siguiente de la conversación en el Temple, en el hostal. Hablaba sin darle tregua al silencio con Cándida, que visiblemente abrumada por la cantidad de palabras que el taxista pronunciaba en un minuto, barría la entrada del establecimiento a la hora acostumbrada de la mañana. Cuando por fin bajé de mi habitación, y lo hubiera hecho antes si las náuseas no hubieran derivado en vómito por algo que había comido durante la cena la noche antes, noté alivio en el semblante de la regente del hostal. 
    Reconstruyendo las últimas semanas en libertad de Cintia, antes de entrar en la cárcel, el siguiente destino a la mansión, fue una discreta galería de arte, donde mi hermana asistió a una exposición en la que una de las azafatas le entregó una tarjeta de una escuela de pintura, de parte de un desconocido. No le prestó mayor atención, igual que yo a la tarjeta de Popucho, hasta que la halló por casualidad en el bolsillo de un abrigo. La curiosidad la llevó hasta la escuela y allí descubrió asombrada la identidad de la persona que había dirigido sus pasos hacia allí. Étienne posaba desnudo con la naturalidad que le recordaba en su tórrido encuentro en Versalles. El inesperado reencuentro fue el inicio de una relación a la que se entregó sin filtros ni máscaras y de la que nació su hija, Aldonza Constanza Guiomar, mi sobrina, que ya había cumplido cinco años sin que su padre tuviera constancia de su irrupción en el mundo. 
    El amor desproporcionado que sintió y puede que aún sienta por Étienne, cambió su orden de prioridades, pasando a un segundo plano ella misma, para pensar solo en él. Si algo tenemos en común, es que ambas amamos con todas las consecuencias.
    Empecé a sentir a mi hermana cercana.


sábado, 15 de enero de 2022

43. La encerrona


    

    ¿Qué podía hacer en una situación tan comprometedora e incómoda como aquella? Salir corriendo.

    La mesa la ocupábamos, frente a mí, Godelieve con un elegante vestido azul marino de seda abotonado hasta la cintura por cinco botones cubiertos del mismo tejido, complementando el atuendo un conjunto  de collar  y pendiente de perlas, presente del notario en la formalización de su compromiso; Huub con un traje gris oscuro y corbata azul sobre traje beige con camisa blanca y estorbando en la silla de mi derecha, Niek había elegido para la ocasión un traje beige con camisa celeste y corbata rosa. Se sumó a nosotros poco después de que nos sentáramos a la mesa que los Van Heley habían reservado para celebrar mi licenciatura en filología hispánica.

    Godelieve me llamó al mediodía para comunicarme que por la noche cenaríamos fuera de casa. Me sorprendió la invitación porque era la primera vez que cenábamos en un restaurante juntos y porque ninguno de mis logros académicos había suscitado algarabía en el pasado en sus duros corazones o les había enorgullecido, aun teniendo un expediente de matrícula de honor en el St. Liselot. Los Van Heley consideraban que mi obligación era ser una estudiante brillante, dado el dinero que invertían en mi educación. 
    -No es la carrera que hubiéramos preferido para ti, habiendo otras más adecuadas a tu preparación y capacidades, pero tu abuelo y yo valoramos el esfuerzo que has hecho en el último año, sobre todo, después del desafortunado accidente -percibí su respiración resignada al otro lado de la línea. Lo que ella rebautizaba como accidente era un atropello deliberado ejecutado por la hermana de su admirado Niek-. A las seis te esperamos en casa. Desde aquí partiremos al restaurante... Procura elegir una vestimenta apropiada para un lugar refinado.
    El color negro por excelencia está asociado a la elegancia y es el que escogí para un vestido entallado con líneas blancas horizontales en la pechera. Mientras me vestía no caí que la advertencia de la heredera textil sobre la indumentaria no era casual, como tampoco lo es que describa la ropa que nos cubrían aquella noche. Detrás de la supuesta celebración se ocultaba un acto solemne del que no sospeché pese a que los tres comensales que me acompañaban se comportaron conmigo con una cordialidad y cercanía desaforada.
    -Deberías haberte hecho un recogido. El cabello suelto no te favorece. 
    El saludo de Godelieve al verme fue un reproche. 
    -Exhibir la desnudez del cuello podría considerarse un acto indecoroso, lo contrario a la sobriedad con la que me habéis educado -proferí.
    
    El restaurante era el que los Van Heley frecuentaba en comidas o cenas con sus amistades. Un lugar de una sobriedad desbordante ambientado en el siglo pasado, con pesadas cortinas burdeos bordeadas de flecos y borlas doradas. Los manteles eran de hilo blanco con una década de historias por contar. Inspeccionaba la decoración sentada a la mesa, sin que los Van Heley tuvieran conversación con la que distraerme, cuando la entrada de Niek me hizo removerme incómoda en la silla. Huub se apercibió del viraje de mi semblante, giró la cabeza hacia el punto al que miraba y sonrió complacido. Antes de sentarse a mi lado, abrazó a Huub dándole varias palmadas en la espalda, besó a Godelieve alabando su elegancia y lo mismo hubiera hecho conmigo de haberme levantado para saludarle, como dictaba el protocolo de las buenas maneras de los Van Heley. Me limité a asentir con la cabeza en un saludo desdeñoso que Godelieve me afeó, aniquilándome con sus ojos grisáceos.    
    -Esta noche estás especialmente preciosa -posó sus dos estalactitas azules sobre mí esgrimiendo una sonrisa. Me entró frío al instante.
    -Las frases hechas son recurrentes, sin embargo carecen de solidez y veracidad argumental, sobre todo cuando no se tiene nada importante que decir, ¿no estás de acuerdo conmigo? -apostillé.
    Niek rió con la mandíbula desencajada recolocándose el cuello de la chaqueta; Godelieve abrió la carta y Huub la imitó carraspeando. Tardaron segundos en elogiar los platos que habían probado otras veces, recomendando a Niek sus preferidos.

            Después de que mi rodilla repartiera justicia en la entrepierna de Niek la tarde que se abalanzó sobre mí, sus visitas a la casa de los Van Heley dejaron de ser frecuentes y las dos o tres veces que coincidimos en el mismo espacio fueron de tránsito hacia alguna parte. El atropello intencionado que sufrí, provocado por su hermana, volvió a perturbar la paz que sentía sabiéndole lejos de mi presencia. Me visitó varias veces en el hospital. La primera de ellas para pedirme que disculpara a Heleentje por lo acaecido y convencerme de que había perdido el control del coche y que desde entonces estaba en tratamiento farmacológico para paliar el cuadro agudo de ansiedad que presentaba. Estuve a punto de echarme a reír oyendo sus lamentaciones, postrada en una cama sin poder moverme con la pierna derecha inmovilizada hasta la rodilla.

La petición de Godelieve fue menos entreverada que la de Van der Berg, y la hizo mientras salía de la anestesia tras la intervención que tuvieron que practicarme con carácter urgente.
    -Heleentje está muy arrepentida por no haber podido evitar el accidente, ocasionándote lesiones de las que te recuperarás con perseverancia y paciencia, sin embargo ella pagará su penitencia el resto de la vida -hizo una pausa resignada- Si la denuncias cargarás sobre su espalda más peso del que puede soportar en el estado delicado de salud que atraviesa. Contribuir a que se agravie su situación no te reportará más que desasosiego el día de mañana, cuando recapacites y te des cuenta de lo injusta que fuiste al dejarte llevar por el furor del momento. El perdón nos humaniza, tenlo presente.
 
    La cena fue tensa pese a los esfuerzos de los Van Heley por crear un clima distendido en el que participó Niek, obviando mis desaires, o anotándoselos mentalmente para cobrárselos algún día.
    Llegaron los postres. En casa nunca los tomábamos, el único azúcar que ingeríamos era el de la fruta que comíamos. Godelieve no era una abuela al uso, no hacía galletas, ni pasteles ni compartía ratos con su nieta en la cocina elaborando recetas que nos hubieran unido y convertido en una familia normal, en lugar de en extrañas. Sentí alivio cuando el camarero sirvió los appeltaart para los comensales compinchados y el tompouce para mí, porque era indicio de que la cena estaba tocando a su fin.
    Niek giró medio cuerpo hacia mi introduciendo una mano en el bolsillo de la chaqueta donde aprecié un bulto sospechoso. El esbozo de sonrisa de los Van Heley me puso en alerta. No hizo falta que Niek sacara la cajita de terciopelo marengo para entender lo que estaba a punto de pasar. La licenciatura era el pretexto.
            -Aprecio y admiro a tus abuelos a los que me une una amistad honesta- los miró buscando el beneplácito a lo que ambos respondieron asintiendo con la cabeza y una modesta sonrisa en los labios-. Por esto quería decirte delante de ellos que ocupas un lugar muy importante en mi corazón desde hace tiempo y que mis pensamientos llevan tu nombre -faltó poco para que le escupiera el tompouce encima. Ganas no me faltaron -Es posible que nos conozcamos lo suficiente porque apenas hemos compartido tiempo juntos, pero en mi afán está cambiar la forma en que nos hemos relacionado hasta ahora -suspiró. Los jugos gástricos se me elevaron hasta la boca. Me los tragué dejando la cuchara en el plato con el postre a medio terminar-. No te pediría esto si no estuviera convencido de que algún día sentirás lo mismo que siento por ti. Démonos la oportunidad de ser felices juntos -Abrió la cajita con un gesto ensayado, desvelando el contenido: un anillo de oro blanco con un diamante en forma de corazón en el centro.
            Fui el centro de atención en el silencio que siguió a la escena.
            -Si me disculpáis… la velada ha terminado. Buenas noches.
            Me levanté dejándoles sin palabras.


NOTAS DE INTERÉS:

 Appeltaart: tarta de manzana.

Tompouce: masa de hojaldre relleno de crema y glaseado rosa por encima.

 

sábado, 8 de enero de 2022

42. Origen

 


Catatónico. Esa es la acepción que definía, sin margen de error, el estado en que el taxista se sumió cuando terminé de contarle todo delante del café al que le invité en El Temple.
    -No soy quien cree -sentencié. Mi parecido con Cintia no ayudaba en exceso a insuflarle veracidad a la afirmación-. Aquella mañana en el aeropuerto pensó que recogía a mi hermana, a la que conoció hace unos años. Somos gemelas... Sospecho que ella no sabe que existo ni mis padres que vivo -escuchaba atento, concentrado en cada sílaba pronunciada para situarla dentro de un contexto-. He leído en sus memorias, las que Cintia escribió en la cárcel en la que ha cumplido condena acusada de intentar deshacerse de su marido, que recurrió a sus servicios para seguir a una de las empleadas de la mansión donde vivía,  amante y cómplice de a la vez su amante, con quien planeó robarle un huevo a su esposo - los ojos de Popucho aumentaron de tamaño y las cejas se arquearon-. No malinterprete mis palabras, no querían usurparle una gónada, sino una joya muy valiosa... Un Fabergé -cesó el pestañeo y fui consciente de que me miraba sin verme. Había entrado en trance-. Sé que esos días de persecución y espera dentro del coche, usted y mi hermana afianzaron una complicidad por la que se recordaran con afecto y nostalgia. Hasta ayer, cuando vi la tarjeta que me entregó al dejarme en el hostal, no comprendí que su comportamiento ese día era menos extraño de lo que me pareció. Le confieso que además de incomodarme la forma en que me observó, también sentí miedo. Acababa de llegar a España y mi primer contacto con otra persona fue con usted que me miraba como si ya nos conociéramos, lo que para mí entonces era inconcebible. Mi hermana no se hubiera mostrado distante, mi frialdad le decepcionó y puede que incluso le doliera la indiferencia con la que le traté. Lamento que mi actitud afectara a su ánimo. Ignoraba que tenía una familia, mucho menos una hermana idéntica a mí.
    Le concedí unos minutos para que procesara la información mientras me tomaba el café a pequeños sorbos. Estaba destemplada, el líquido marrón clarito me reconfortó. Popucho tardó unos minutos más en volver en si y lo hizo oyéndome llamarle en voz baja.
    Recobrados los sentidos me miró indolente.
    -Beba café, aún está un poco caliente o si lo prefiere le pido otro.
    Me afané en buscar a un camarero que nos atendiera, pero desistí del empeño al ver que Popucho reaccionaba poniendo las manos de regordetes dedos sobre la taza y vaciándola de un solo trago para despabilarse. Se limpió el bajo del bigote con una servilleta que luego transformó en una bolita de papel entre sus dedos.
    Su mirada expectante me instó a que continuara una vez estuvo rehecho de lo que había oído hasta ese minuto.
    -Me parecía oportuno desvelarle mi identidad antes de pedirle un favor. Sería de vital importancia que me ayudara y le estaría agradecida.
      -¿Qué escribió de mí su hermana en esas memorias que ha mencionado?
    Sonreí relajada. La impresión que tuvo Cintia al conocerlo, es que es muy dicharachero y que tiene la peculiar capacidad de llenar el silencio de palabras. En las jornadas maratonianas que compartieron en el coche, le tomó afecto, y si Cintia, superficial por naturaleza, tenga esa clase de sentimiento hacia un desconocido, es porque estaba delante de una gran persona. 
    -Le considera un hombre aventurero que se apunta a un bombardeo.
    Debajo del abundante bigote atisbé una amplia sonrisa de gratitud.
    -Cuente conmigo.
    -Aún no le he contado que...
    -No perdamos tiempo.

 

domingo, 2 de enero de 2022

41. La propuesta


        
    El amor no tiene género.
    Nos enamoramos, cuando lo hacemos de verdad y no nos engañamos con ilusiones pasajeras que nos conducen a tomar decisiones precipitadas y a comportarnos con la inmadurez propia de la adolescencia marcando territorio con un exceso de afecto  impostado aunque vistamos sesenta años, de personas sin reparar en si son hombres o mujeres, y quienes afirman categóricamente con prepotencia al borde de la ofensa ante la duda sobre su tendencia, que nunca cansarían con su mismo sexo, subestiman su capacidad de amar.
    La relación de Siem y Yani ha hecho que entienda que se puede amar con carencia de prejuicios adquiridos en un entorno limitado de miras y a no temer querer sin más.
    Sin más me enamoré de Jenkin; sin más fui su amante y sin más me presté a ser cómplice de sus mentiras conformándome con las migajas sobrantes que yo convertía en hogaza de pan. Al cabo de los años me doy cuenta del tiempo que he perdido y que después de la primera noche en la que me abandoné al amor en la habitación de una casa rural de Leeuwarden donde pasamos un fin de semana, no debieron llegar más. La soledad no es una enemiga, es una aliada... sin más.
    En los meses de convalecencia tras la operación de tibia y peroné, a veces delante de una taza de café, otras después de una comida o cena, la paternidad empezó a copar parte de las conversaciones que mantenía con Siem y Diantha, que se turnaban para cuidarme y pasaban gran parte del tiempo que tenían libre en facilitarme la recuperación con su presencia. Los Van Heley insistieron en que me quedara en una de las habitaciones de la planta baja de su casa, a lo que me negué, intuyendo que el ofrecimiento venía motivado por propiciar un acercamiento con Niek, que aprovecharía la lesión que me había causado su hermana para cortejarme.

            Siem y Yani querían ser padres y se habían planteado la gestión subrogada cuando decidieran si establecerían su domicilio en Londres o Almere. También habían barajado qué países, entre los pocos en que está permitida y regularizada esta técnica de reproducción asistida sería el adecuado para su objetivo. Era un proyecto a medio plazo que les ilusionaba y que me ilusionaba cuando surgía en la conversación.

    A los veintiún años mis intereses eran otros: licenciarme, encontrar trabajo e independizarme definitivamente de los Van Heley. Posiblemente si hubiera conocido a la persona que desplazara a Jenkin del lugar donde estaba anclado, me habría apetecido ser madre, pero no imperaba un deseo fehaciente de que así fuera. Ni siquiera cuando estaba con Jenkin destiné un pensamiento a la maternidad. Era secundario. A veces hasta que no se dan la cosas, no nos damos cuenta de lo importante que son en realidad para nosotros. 
    Oyendo hacer planes a mis amigos sobre el futuro que querían compartir juntos y sobre lo mucho que les gustaría ser padres, sentí el deseo de gestar a su hijo. Cuando lo mencioné durante una comida en casa que habían preparado entre los tres, me miraron como si fuera otra persona la que tomaba la palabra por mí. Cierto que había que salvar escollos legales que se prolongarían en el tiempo, pero quería albergar en mi interior el mayor deseo de mis amigos.
    -¿Has pensado lo que has dicho? -arguyó Diantha con un arenque a medio camino entre los dedos y la boca.
    -No lo digo a la ligera -setencié-. Vuestras caras os delatan... Pensáis, que cómo en el embarazo se crea un poderoso vínculo entre madre e hijo, o eso tenéis entendido y me suponéis una sensibilidad exacerbada, no podría renunciar al cariño del bebé cuando naciera o que sufriría callando que además de ser su hogar durante treinta y nueve semanas había participado activamente en su concepción con la donación de un óvulo; que nuestra amistad se resentiría e incluso podría romperse por diferencia en la educación del aún nonato en la que acabaría interviniendo guiada por un instinto maternal incontrolable, y que la propuesta es consecuencia de la locura, por mi bien esperáis que transitoria... pero si no lo probamos, nunca sabremos qué pasaría y estaríais perdiendo una gestante que pondría la misma ilusión que vosotros en el proyecto más importante de vuestras vidas sin más interés que el de contribuir en haceros feliz.
    No se inmutaron. Continuaron comiendo como si nada.    
    -¿Por qué no se me habrá ocurrido a mí? -al cabo de un rato Diantha se pronunció
    Siem y Yani consensuaron con la mirada.
    -Por mi perfecto.
    -Sin problema.
    La asombrada fui yo.
    Iba a ser madre... algún día.

 

 

40. La tarjeta


    Diez días atrás, lo que imaginaba que podía pasar cuando decidí comunicarle a Jenkin que desembarcaba del transatlántico a la deriva que era nuestra relación desde el principio, es que sufriría su ausencia; que su insistencia para que volviéramos con añejas y falsas promesas haría flaquear mi determinación irrevocable e incluso haría plantearme concedernos un tiempo más, confiando en que Jenkin escarmentara, valorando mi presencia en su vida y actuando en consecuencia para que continuásemos el viaje juntos, si era cierto que me amaba como decía. Las palabras no bastaron, empezaron a sobrar pronto. Contaban los hechos y si el doctor no estaba dispuesto a consolidar nuestra relación cambiando de estado civil, la alternativa era respectar mi decisión.
    Nada de esto tenía sentido ya. Mis cavilaciones iban en otra dirección. La pérdida de Jenkin apenas me ocasionaba sufrimiento. Seguía enfadada con él por cómo me había tratado y lo peor de todo es que no era la primera vez que sacaba a pasear al geniecillo. Llegué a temerle, porqué transformaba al hombre encantador y amoroso en una bestia deslenguada e hiriente.
    Descubrir la mentira de los Van Heley me preocupaba y ocupaba. Destinaría los días que me restaban en libertad, antes de que la politie me detuviera por homicidio involuntario, en encontrar la verdad oculta de mi vida. Las memorias de Cintia era una fuente de información y al menos ya había tenido, sin intención, dos encuentros con personas que conocían a mi familia. Tal vez eran hilos de los que seguir tirando con precaución.
    Cándida hablaba por el inalámbrico desde el comedor de su casa mientras Daniel y yo, con el que compartiría techo durante la comida, muy a mi pesar, poníamos la mesa para ahorrarnos una incómoda conversación por compromiso. No nos gustábamos y si nos tolerábamos era para contentar a Cándida.
    -¿Tenéis algo para apuntar? -nos preguntó la susodicha apartándose del auricular en voz baja.
    El madero se palpó los bolsillos como si fuera capaz de hacer aparecer del interior de sus tejanos papel y tinta. Al tiempo metí la mano hasta el fondo de mi mochila y rebusqué un bolígrafo y un bloc donde tomaba notas, infructuosamente. Finalmente saqué el portátil y vacié el contenido sobre la mesa provocando en el poli asombro por el arrojo del gesto. Entre los objetos que vieron la luz, un paquete de pañuelos, una caja de caramelos mentolados, un coletero y un neceser pequeño, rescaté uno de los bolígrafos que guardaba sueltos y la libreta pequeña y se la acerqué a Cándida, que agradeció aliviada con una sonrisa el hallazgo, pasando por delante del hijo con aire victorioso, al que pillé repasando mis pertenencias curioso. Me apresuré a recogerlas recelosa. Levantó una ceja, le amonesté por la intromisión con una mirada gélida.
    -Te dejas esto -me tendió una tarjeta que le arrebaté aireada. No me gusta que toquen mis cosas y mucho menos que lo hiciera él.
    La sostuve entre los dedos. Ni siquiera me acordaba que la tuviera. Leí el contenido... Popucho. Era la tarjeta que el taxista que me recogió en el aeropuerto para traerme al hostal me dio al despedirnos... Popucho... Su reacción aquella mañana dejó de parecerme rara. Mi frialdad se lo debió parecer a él.  Popucho era otra de las personas mencionadas en el manuscrito que se convertía en carne y hueso.
    Era el taxista de mi hermana.