La curiosidad es adherente
al ser humano y saciarla equivale a responder
preguntas y a ahondar en lo desconocido.
Vi una puerta abierta y la traspasé para
descubrir qué aguardaba al otro lado, no sin el temor de que me defraudara lo
que hallara. La tarjeta ignorada de Popucho recobraba entre mis dedos era la
puerta que materialicé al llamarle requiriendo sus servicios.
Le pedí que me llevara a los sitios que
Cintia mencionaba en las memorias, credenciales de sus vivencias que
complementarían la escasa información obtenida de Patricia y Gonzalo cuando el
azar dispuso que nuestros caminos se cruzaran.
Leonardo Ponce Chouza era soltero por convicción. A los veintidós años tuvo una novia con la
que se habría casado si ésta no le hubiera plantado al conocer a otro hombre,
lo que supuso un punto de inflexión en su vida. Desde ese instante no volvió a fijarse en ninguna mujer.
-... de aquel mal trago salí escaldado,
sabe. Todo parecía ir bien. Creía que estábamos hechos a medida... -suspiró
sonoramente- el mundo se cayó a mis pies cuando me soltó que estaba enamorada
de otro y que se largaba con él... En fin, estas cosas pasan y yo no soy la
excepción.
Popucho me relató esto mientras conducía
hacia la mansión. Era la primera parada del itinerario que había trazado. Por
curiosidad o por "la llamada de la sangre hacia las raíces" según
Leonardo que tenía su propia opinión al respecto, me sentía atraída por conocer
los sitios en los que Cintia había interactuado. Mi guía amenizó los trayectos
desempolvando recuerdos de la memoria y rescatando otros del olvido, atribuidos
a esas veces en que hizo el mismo recorrido con mi hermana.
A colación de uno de ellos, su frustrada historia de amor, tomó protagonismo.
Aparcó el coche a unos metros de la
puerta de la casa en la que Cintia residió con su marido nonagenario, el
segundo en diez años, en la acera de enfrente.
-Justo aquí es donde esperaba a su
hermana. Desde esta posición veíamos perfectamente quien salía de la casa.
Bajé del vehículo, atravesé la carretera
de la urbanización y me acerqué a la verja. A unos quinientos metros se
encontraba la edificación principal, alzada sobre un porche. A la derecha
estaban los garajes y entre uno y otro edificio, vislumbré a lo lejos algunas
ramas titilantes del sauce llorón al que Cintia se abrazaba en la búsqueda de
consuelo. Imaginé a una mujer exacta a mí recorriendo a pie el camino hasta la
salida de la propiedad; paseando por el jardín; nadando en la piscina;
merendando con los aburridos amigos de su marido y con sus anticuadas esposas;
acompañada por los San Bernado a los que había rebautizado con los nombres de
Idi y Otas, que la odiaban tanto como ella a ellos.
Leonardo me recogió al día siguiente de la conversación en el Temple, en el hostal. Hablaba
sin darle tregua al silencio con Cándida, que visiblemente abrumada por la
cantidad de palabras que el taxista pronunciaba en un minuto, barría la entrada
del establecimiento a la hora acostumbrada de la mañana. Cuando por fin bajé de
mi habitación, y lo hubiera hecho antes si las náuseas no hubieran derivado en
vómito por algo que había comido durante la cena la noche antes, noté alivio en
el semblante de la regente del hostal.
Reconstruyendo las últimas semanas en
libertad de Cintia, antes de entrar en la cárcel, el siguiente destino a la
mansión, fue una discreta galería de arte, donde
mi hermana asistió a una exposición en la que una de las azafatas le entregó
una tarjeta de una escuela de pintura, de parte de un desconocido. No le prestó
mayor atención, igual que yo a la tarjeta de Popucho, hasta que la halló por
casualidad en el bolsillo de un abrigo. La curiosidad la llevó hasta la escuela
y allí descubrió asombrada la identidad de la persona que había dirigido sus
pasos hacia allí. Étienne posaba desnudo con la naturalidad que le recordaba en
su tórrido encuentro en Versalles. El inesperado
reencuentro fue el inicio de una relación a la que se entregó sin filtros ni
máscaras y de la que nació su hija, Aldonza Constanza Guiomar, mi sobrina, que
ya había cumplido cinco años sin que su padre tuviera constancia de su
irrupción en el mundo.
El amor desproporcionado que sintió y
puede que aún sienta por Étienne, cambió su orden de prioridades, pasando a un
segundo plano ella misma, para pensar solo en él. Si algo tenemos en común, es que ambas amamos
con todas las consecuencias.
Empecé a sentir a mi hermana cercana.
Los sentimientos a flor de piel.
ResponderEliminarPerdidamente enamorada del hombre inoportuno.
Me quedo pegada leyendo tu historia.
Un beso.