sábado, 20 de febrero de 2021

10.- El principio de todo


    Al volver de las vacaciones estivales me miró distinto, con un interés desacostumbrado y desconcertante.
    No sé que cambió cuando sentada en la consulta desvió la vista del ordenador y me vio.  Escudriñó más allá de la frontera de la piel. Vio a la mujer que le amaba, sin saberlo aún, obviando a la niña que se marchó al terminar el curso.

    Ese verano se había casado con Antje.
    La alianza que definía su nuevo estado civil dolió menos de lo que supuse que lo haría cuando atendí a los rumores que circulaban en el colegio que le convertían en un hombre casado antes de finalizar el año. El hecho de que estuviera soltero, aunque comprometido, alentaba mi imaginación y esperanza. Al menos me consoló que Antje fuera la señora Brouwer, por la estima que le tenía. Ingenua como era, envejecería recordando a mi amor platónico con nostalgia aunque otros amores llegaran.  Me di de bruces con la realidad.
    Todos los inicios de curso nos sometían a un reconocimiento médico. Aquel sería el último año de internado antes de ir a la universidad y estaba decidida a olvidarme de Jenkin, a dejar de fantasear en noches de insomnio con una relación imposible; a suspirar pensando en él y a sonrojarme si estaba cerca. Me preparé mentalmente para cuando dejara de verle después de la graduación e incluso deseé que ese momento llegara para no seguir sufriendo su ausencia. De pronto me miró de esa forma intencionada sembrando la duda, llenándome de ellas y desbaratando cualquier propósito de enmienda. Me confundió. Me confundí.
    -¿Ha disfrutado de las vacaciones señorita Van Heley?

    Diantha me invitó a pasar el verano con ella y su familia en Almere, donde sus padres tenían una segunda residencia en la que pasaban las vacaciones y algunos fines de semana. Los Van Heley se hubieran opuesto a que su nieta se apartara de la vida contemplativa y se divirtiera como cualquier otra joven de su edad sin la intervención de la señora Bakker, que les habló del programa de voluntariado de la Asociación Católica Cristiana St. Johannes de Almere en el que sus hijos colaboraban todos los años.
    -El trato con personas desfavorecidas, a nivel económico social, genera en los chicos empatía y respeto hacia el prójimo y fomenta en su conciencia la necesidad de ayudar sin juzgar ni sentenciar a nadie. Aprenden a discernir lo importante de lo banal y a apreciar lo que tienen. Sancha pondrá en práctica los valores que le enseñan y experimentará una transformación espiritual sólida que le será de gran utilidad para labrarse un futuro. Cuidaremos de ella.
    Negar a la madre de Diantha, mi mejor y única amiga desde los cuatro años, que colaborase en la asociación tras una magistral exposición hubiera sido impropio de personas con su alto grado de conmiseración. Le dieron las gracias a la señora Bakker por pensar en mí para llevar a cabo tan loable proyecto, permitiéndome que viajara con la familia a Almere, a poco más de veinte minutos de Ámsterdam. No me alejaría demasiado de sus tentáculos.
  
  En la consulta del St. Liselot, sonreí levemente al pensar en Siem Aldershof sin darme cuenta. No me pasó desapercibida la mirada cómplice que Antje, mientras me tomaba la tensión, le lanzó a su marido para que se retrajera con ella a la adolescencia y a los primeros amores. Jenkin le correspondió con una mirada inundada por el desencanto que luego depositó en mí. 
    Respondí a su pregunta sobre las vacaciones.
    -Sí, doctor.
        

   

NOTAS DE INTERÉS

 Asociación Católica Cristiana St. Johannes: licencia literaria de la autora.

Almere: municipio de nueva creación, que data de 1975, en la provincia de Flevoland.

Flevoland: provincia holandesa considerada la isla artificial más grande del mundo, unida a tierra por firme por puentes.

      

9.- Interrogantes



     -Te has puesto nerviosa cuando ha entrado mi hijo -Cándida me guiñó un ojo picarona-. Es mono.
    Cándida dio por sentado que la razón por la que un trozo de tostada se había ido por mal sitio, provocando que tuviera un acceso de tos que al intentar paliar bebiendo café, éste se derramó sobre el hule a consecuencia de que unos dedos temblorosos tiraran la taza que lo contenía, era el físico de su hijo. Una mancha marrón empezó a extenderse imitando los movimientos de una ameba en su hábitat natural. La cubrí con una servilleta de papel que en menos de un segundo quedó empapada. Tal era la torpeza de mis manos que volqué el azucarero sobre la mesa tosiendo al borde de la asfixia. Odio las manchas. No presagian nada bueno.

    El policía que había entrado en la cocina por sorpresa con la sutileza de un fantasma sin cadenas, donde desayunábamos. Expectante delante de la secuencia de incidentes consecutivos se puso firme dispuesto a practicarme la maniobra de Heimlich. No fue necesario que me rodeara con los fibrosos brazos por la espalda y con la palma de la mano sobre el inicio del estómago ejerciera la presión suficiente para que el trozo de pan tostado saliera despedido por la boca. La tos remitió con el agua que Cándida me ordenó que bebiera "a buches".

    -¿Estás bien? -en su mirada marrón y rasgada percibí preocupación y en su voz cordialidad. Su trabajo consistía en proteger y velar por la seguridad de los ciudadanos, no sabía hasta que punto en su caso era vocacional.
    Asentí con la cabeza. Estaba temblando con su rostro a diez centímetros del mío. No me gustaba la cercanía que nos separaba.
    -Tómate un café con nosotras, hijo.
    Solo entonces supe que el policía no estaba allí para arrestarme sino para recoger unos recipientes con comida que su madre le entregó dentro de una bolsa de nailon. 
    -En otro momento. Luís me espera en el coche para volver a comisaría -desapareció detrás de la puerta de la cocina que conducía al comedor. 

   -Si no es es por eso... -unió las cejas en una arruga sobre el puente de la nariz pensativa- Oye ,¿no tendrás problemas con los maderos? -por mi semblante se dio cuenta de que maderos no era la palabra con la que en Holanda nos referíamos a los hombres de ley de forma coloquial y rectificó- ya sabes, la poli.
       Los tendría si la politie me localizaba. Huir de Ámsterdam apaciguó el temor inicialmente, pero no me libraba de la culpa que sentía por lo que había hecho accidentalmente y prolongaba la angustia. Silenciarlo pesaba toneladas. Estaba desesperada. En el peor de los casos, si confesaba el crimen, acabaría en la cárcel. Había pasado tanto tiempo encerrada que la imagen de rejas que se forjó en mi cabeza me aterrorizó, no obstante para liberarme tenía que enclaustrarme primero. Tomé una determinación desconocía si acertada.
    -He tirado a mi amante por el balcón... Pero fue sin querer.
    Me vi obligada a aclarar que se trababa de un fatídico accidente. El frío que recorrió el interior del cuerpo me heló. Acababa de delatarme. El arrepentimiento asomó con el resplandor del sol de medio día.
    Las cejas de Cándida se acomodaron en su lugar de origen y la arruga se alisó. Su expresión era impertérrita. Ni siquiera pestañeó durante segundos.
    -La madre que me parió -profirió con el asombro instaurado en la cara aún. A continuación soltó una estentórea carcajada que me sobresaltó.
    -Creería antes que te has escapado de un convento -se carcajeó un rato más hasta que mi cara de póquer fue apagando el inexplicable despliegue de algarabía -¿Eres monja?
    -Lo he sido. No me escapé, colgué los hábitos.
    -Pandora, Pandorita, qué otras sorpresas esconderás en tu cajita.
  


sábado, 6 de febrero de 2021

8. Antje

 

    Antje cogió mi mano mientras Jenkin me palpaba el lado derecho del vientre con sus cálidos dedos descendiendo hasta la ingle en la habitación donde estaba confinada desde hacía dos días aquejada de fuertes dolores abdominales, vómitos y fiebre alta, mientras me retorcía por el dolor al tiempo que el contacto de su piel me estremecía y notaba palpitar esa zona que les palpitaban a las protagonistas de la novelas románticas que leíamos a escondidas en el colegio, cuando se encontraban con sus amados y nos hacía suspirar imaginando que éramos ellas. La culpa me invadía y me avergonzaba de tener pensamientos pecaminosos que atentaban contra el decoro. No lo eran en absoluto.

    Con la respiración entrecortada y el rubor estallando en las mejillas, Antje y Jenkin que formaban una pareja adorable, mal que me pesara entonces y después, interpretaron mis reacciones como normales dentro del cuadro médico que presentaba. El dolor que sentía con el roce de las yemas de sus dedos era sumamente placentero. Tenía quince años, el hombre que tenía idealizado me tocaba muy cerquita del falso corazón, que se estremecía sin que pudiera ejercer control alguno sobre él. ¿Cómo detener a un caballo desbocado?

    No soltó mi mano en la ambulancia, en un trayecto eterno, cuando el doctor Brouwer consideró que había que trasladarme, con carácter urgente, al hospital con diagnóstico de apendicitis aguda, ni escatimó en dulzura y palabras de aliento.
    No me abandonó con su mano aferrada a la mía y una apacible sonrisa que me tranquilizaba, cuando la ecografía confirmó el diagnóstico del doctor Brouwer, ni los minutos que tardamos en recorrer el pasillo hasta llegar al quirófano.
    Al desperar tras la intervención fue el rostro de Antje el primero que vi, desmejorado por el cansancio de las horas acumuladas. Se acercó a la cama, volvió a coger mi mano mientras que con la otra me acariciaba el nacimiento del cabello sobre la frente desplegando ternura maternal.
    -Pronto estarás bien. 

    Anjte era excepcional. Quería ser como ella. A solas, delante del espejo imitaba sus expresiones para asemejarla. Era mi modelo. La entrega y la bondad personificadas. El ser especial del que Jenkin se enamoró.
    Las horas que pasó a mi lado durante la convalecencia compensaron la ausencia de Godelieve y de Huub, a los que la madre Ingeborg informó de mi ingreso en el hospital, pero no mostraron interés en visitarme los días que permanecí allí ni me acogieron en su casa cuando me dieron el alta, alegando que estaría mejor atendida en el internado, bajo la supervisión médica del doctor Brouwer, en quien confiaban plenamente pese a no conocerle personalmente.
    
    Volví al St. Liselot Katholieke College y me recuperé en el dormitorio con las atenciones de mi amiga y compañera Diantha y las visitas diarias de Antje. No tenía obligación de venir a verme fuera de su horario laboral, pero lo hacía. Así era ella. La admiraba hasta convertirla en un ejemplo a seguir por el afecto con que nos trataba, la paciencia con la que aplacaba nuestras inquietudes, la compresión con la que nos escuchaba, la humanidad que mostraba en cada uno de los gestos que tenía con nosotras.
    No descubrí su verdadera naturaleza hasta años después.
    Antje mató a mi hijo.