-Te has puesto nerviosa cuando ha entrado mi hijo -Cándida me guiñó un ojo picarona-. Es mono.
Cándida dio por sentado que la razón por la que un trozo de tostada se había ido por mal sitio, provocando que tuviera un acceso de tos que al intentar paliar bebiendo café, éste se derramó sobre el hule a consecuencia de que unos dedos temblorosos tiraran la taza que lo contenía, era el físico de su hijo. Una mancha marrón empezó a extenderse imitando los movimientos de una ameba en su hábitat natural. La cubrí con una servilleta de papel que en menos de un segundo quedó empapada. Tal era la torpeza de mis manos que volqué el azucarero sobre la mesa tosiendo al borde de la asfixia. Odio las manchas. No presagian nada bueno.
El policía que había entrado en la cocina por sorpresa con la sutileza de un fantasma sin cadenas, donde desayunábamos. Expectante delante de la secuencia de incidentes consecutivos se puso firme dispuesto a practicarme la maniobra de Heimlich. No fue necesario que me rodeara con los fibrosos brazos por la espalda y con la palma de la mano sobre el inicio del estómago ejerciera la presión suficiente para que el trozo de pan tostado saliera despedido por la boca. La tos remitió con el agua que Cándida me ordenó que bebiera "a buches".
-¿Estás bien? -en su mirada marrón y rasgada percibí preocupación y en su voz cordialidad. Su trabajo consistía en proteger y velar por la seguridad de los ciudadanos, no sabía hasta que punto en su caso era vocacional.
Asentí con la cabeza. Estaba temblando con su rostro a diez centímetros del mío. No me gustaba la cercanía que nos separaba.
-Tómate un café con nosotras, hijo.
Solo entonces supe que el policía no estaba allí para arrestarme sino para recoger unos recipientes con comida que su madre le entregó dentro de una bolsa de nailon.
-En otro momento. Luís me espera en el coche para volver a comisaría -desapareció detrás de la puerta de la cocina que conducía al comedor.
-Si no es es por eso... -unió las cejas en una arruga sobre el puente de la nariz pensativa- Oye ,¿no tendrás problemas con los maderos? -por mi semblante se dio cuenta de que maderos no era la palabra con la que en Holanda nos referíamos a los hombres de ley de forma coloquial y rectificó- ya sabes, la poli.
Los tendría si la politie me localizaba. Huir de Ámsterdam apaciguó el temor inicialmente, pero no me libraba de la culpa que sentía por lo que había hecho accidentalmente y prolongaba la angustia. Silenciarlo pesaba toneladas. Estaba desesperada. En el peor de los casos, si confesaba el crimen, acabaría en la cárcel. Había pasado tanto tiempo encerrada que la imagen de rejas que se forjó en mi cabeza me aterrorizó, no obstante para liberarme tenía que enclaustrarme primero. Tomé una determinación desconocía si acertada.
-He tirado a mi amante por el balcón... Pero fue sin querer.
Me vi obligada a aclarar que se trababa de un fatídico accidente. El frío que recorrió el interior del cuerpo me heló. Acababa de delatarme. El arrepentimiento asomó con el resplandor del sol de medio día.
Las cejas de Cándida se acomodaron en su lugar de origen y la arruga se alisó. Su expresión era impertérrita. Ni siquiera pestañeó durante segundos.
-La madre que me parió -profirió con el asombro instaurado en la cara aún. A continuación soltó una estentórea carcajada que me sobresaltó.
-Creería antes que te has escapado de un convento -se carcajeó un rato más hasta que mi cara de póquer fue apagando el inexplicable despliegue de algarabía -¿Eres monja?
-Lo he sido. No me escapé, colgué los hábitos.
-Pandora, Pandorita, qué otras sorpresas esconderás en tu cajita.
A veces es mejor no dar mayor explicación.
ResponderEliminarQue malo es tener el miedo instalado en el cuerpo.
Se vive a medias.
Besos.
Ser reservado ahuyenta a los indiscretos.
ResponderEliminarUn beso.
Sancha.