sábado, 6 de febrero de 2021

8. Antje

 

    Antje cogió mi mano mientras Jenkin me palpaba el lado derecho del vientre con sus cálidos dedos descendiendo hasta la ingle en la habitación donde estaba confinada desde hacía dos días aquejada de fuertes dolores abdominales, vómitos y fiebre alta, mientras me retorcía por el dolor al tiempo que el contacto de su piel me estremecía y notaba palpitar esa zona que les palpitaban a las protagonistas de la novelas románticas que leíamos a escondidas en el colegio, cuando se encontraban con sus amados y nos hacía suspirar imaginando que éramos ellas. La culpa me invadía y me avergonzaba de tener pensamientos pecaminosos que atentaban contra el decoro. No lo eran en absoluto.

    Con la respiración entrecortada y el rubor estallando en las mejillas, Antje y Jenkin que formaban una pareja adorable, mal que me pesara entonces y después, interpretaron mis reacciones como normales dentro del cuadro médico que presentaba. El dolor que sentía con el roce de las yemas de sus dedos era sumamente placentero. Tenía quince años, el hombre que tenía idealizado me tocaba muy cerquita del falso corazón, que se estremecía sin que pudiera ejercer control alguno sobre él. ¿Cómo detener a un caballo desbocado?

    No soltó mi mano en la ambulancia, en un trayecto eterno, cuando el doctor Brouwer consideró que había que trasladarme, con carácter urgente, al hospital con diagnóstico de apendicitis aguda, ni escatimó en dulzura y palabras de aliento.
    No me abandonó con su mano aferrada a la mía y una apacible sonrisa que me tranquilizaba, cuando la ecografía confirmó el diagnóstico del doctor Brouwer, ni los minutos que tardamos en recorrer el pasillo hasta llegar al quirófano.
    Al desperar tras la intervención fue el rostro de Antje el primero que vi, desmejorado por el cansancio de las horas acumuladas. Se acercó a la cama, volvió a coger mi mano mientras que con la otra me acariciaba el nacimiento del cabello sobre la frente desplegando ternura maternal.
    -Pronto estarás bien. 

    Anjte era excepcional. Quería ser como ella. A solas, delante del espejo imitaba sus expresiones para asemejarla. Era mi modelo. La entrega y la bondad personificadas. El ser especial del que Jenkin se enamoró.
    Las horas que pasó a mi lado durante la convalecencia compensaron la ausencia de Godelieve y de Huub, a los que la madre Ingeborg informó de mi ingreso en el hospital, pero no mostraron interés en visitarme los días que permanecí allí ni me acogieron en su casa cuando me dieron el alta, alegando que estaría mejor atendida en el internado, bajo la supervisión médica del doctor Brouwer, en quien confiaban plenamente pese a no conocerle personalmente.
    
    Volví al St. Liselot Katholieke College y me recuperé en el dormitorio con las atenciones de mi amiga y compañera Diantha y las visitas diarias de Antje. No tenía obligación de venir a verme fuera de su horario laboral, pero lo hacía. Así era ella. La admiraba hasta convertirla en un ejemplo a seguir por el afecto con que nos trataba, la paciencia con la que aplacaba nuestras inquietudes, la compresión con la que nos escuchaba, la humanidad que mostraba en cada uno de los gestos que tenía con nosotras.
    No descubrí su verdadera naturaleza hasta años después.
    Antje mató a mi hijo.

   


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