domingo, 2 de enero de 2022

40. La tarjeta


    Diez días atrás, lo que imaginaba que podía pasar cuando decidí comunicarle a Jenkin que desembarcaba del transatlántico a la deriva que era nuestra relación desde el principio, es que sufriría su ausencia; que su insistencia para que volviéramos con añejas y falsas promesas haría flaquear mi determinación irrevocable e incluso haría plantearme concedernos un tiempo más, confiando en que Jenkin escarmentara, valorando mi presencia en su vida y actuando en consecuencia para que continuásemos el viaje juntos, si era cierto que me amaba como decía. Las palabras no bastaron, empezaron a sobrar pronto. Contaban los hechos y si el doctor no estaba dispuesto a consolidar nuestra relación cambiando de estado civil, la alternativa era respectar mi decisión.
    Nada de esto tenía sentido ya. Mis cavilaciones iban en otra dirección. La pérdida de Jenkin apenas me ocasionaba sufrimiento. Seguía enfadada con él por cómo me había tratado y lo peor de todo es que no era la primera vez que sacaba a pasear al geniecillo. Llegué a temerle, porqué transformaba al hombre encantador y amoroso en una bestia deslenguada e hiriente.
    Descubrir la mentira de los Van Heley me preocupaba y ocupaba. Destinaría los días que me restaban en libertad, antes de que la politie me detuviera por homicidio involuntario, en encontrar la verdad oculta de mi vida. Las memorias de Cintia era una fuente de información y al menos ya había tenido, sin intención, dos encuentros con personas que conocían a mi familia. Tal vez eran hilos de los que seguir tirando con precaución.
    Cándida hablaba por el inalámbrico desde el comedor de su casa mientras Daniel y yo, con el que compartiría techo durante la comida, muy a mi pesar, poníamos la mesa para ahorrarnos una incómoda conversación por compromiso. No nos gustábamos y si nos tolerábamos era para contentar a Cándida.
    -¿Tenéis algo para apuntar? -nos preguntó la susodicha apartándose del auricular en voz baja.
    El madero se palpó los bolsillos como si fuera capaz de hacer aparecer del interior de sus tejanos papel y tinta. Al tiempo metí la mano hasta el fondo de mi mochila y rebusqué un bolígrafo y un bloc donde tomaba notas, infructuosamente. Finalmente saqué el portátil y vacié el contenido sobre la mesa provocando en el poli asombro por el arrojo del gesto. Entre los objetos que vieron la luz, un paquete de pañuelos, una caja de caramelos mentolados, un coletero y un neceser pequeño, rescaté uno de los bolígrafos que guardaba sueltos y la libreta pequeña y se la acerqué a Cándida, que agradeció aliviada con una sonrisa el hallazgo, pasando por delante del hijo con aire victorioso, al que pillé repasando mis pertenencias curioso. Me apresuré a recogerlas recelosa. Levantó una ceja, le amonesté por la intromisión con una mirada gélida.
    -Te dejas esto -me tendió una tarjeta que le arrebaté aireada. No me gusta que toquen mis cosas y mucho menos que lo hiciera él.
    La sostuve entre los dedos. Ni siquiera me acordaba que la tuviera. Leí el contenido... Popucho. Era la tarjeta que el taxista que me recogió en el aeropuerto para traerme al hostal me dio al despedirnos... Popucho... Su reacción aquella mañana dejó de parecerme rara. Mi frialdad se lo debió parecer a él.  Popucho era otra de las personas mencionadas en el manuscrito que se convertía en carne y hueso.
    Era el taxista de mi hermana.

     

2 comentarios:

  1. ¡Que lanzada!
    Amistades solidas.

    Un beso.

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  2. Me gustaría volver a tener los arrestos que me sobraban en aquella época en la que me encontré y supe quien quería ser.
    Siem y Diantha son familia.

    Un beso.
    Sancha.

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