Nada de esto tenía sentido ya. Mis
cavilaciones iban en otra dirección. La pérdida de Jenkin apenas me ocasionaba
sufrimiento. Seguía enfadada con él por cómo me había tratado y lo peor de todo
es que no era la primera vez que sacaba a pasear al geniecillo. Llegué a
temerle, porqué transformaba al hombre encantador y amoroso en una bestia
deslenguada e hiriente.
Descubrir la mentira de los Van Heley me preocupaba y ocupaba.
Destinaría los días que me restaban en libertad, antes de que la politie me
detuviera por homicidio involuntario, en encontrar la verdad oculta de mi vida.
Las memorias de Cintia era una fuente de información y al menos ya había
tenido, sin intención, dos encuentros con personas que conocían a mi familia.
Tal vez eran hilos de los que seguir tirando con precaución.
Cándida hablaba por el inalámbrico desde
el comedor de su casa mientras Daniel y yo, con el que compartiría techo
durante la comida, muy a mi pesar, poníamos la mesa para ahorrarnos una
incómoda conversación por compromiso. No nos gustábamos y si nos tolerábamos era para contentar a Cándida.
-¿Tenéis algo para apuntar? -nos
preguntó la susodicha apartándose del auricular en voz baja.
El madero se palpó los bolsillos como
si fuera capaz de hacer aparecer del interior de sus tejanos papel y tinta. Al
tiempo metí la mano hasta el fondo de mi mochila y rebusqué un bolígrafo y un
bloc donde tomaba notas, infructuosamente. Finalmente saqué el portátil y vacié
el contenido sobre la mesa provocando en el poli asombro por el
arrojo del gesto. Entre los objetos que vieron la luz, un paquete de pañuelos,
una caja de caramelos mentolados, un coletero y un neceser pequeño, rescaté uno
de los bolígrafos que guardaba sueltos y la libreta pequeña y se
la acerqué a Cándida, que agradeció aliviada con una sonrisa el hallazgo,
pasando por delante del hijo con aire victorioso, al que pillé repasando mis
pertenencias curioso. Me apresuré a recogerlas recelosa. Levantó una ceja, le amonesté
por la intromisión con una mirada
gélida.
-Te dejas esto -me tendió una tarjeta
que le arrebaté aireada. No me gusta que toquen mis cosas y mucho menos que lo hiciera él.
La sostuve entre los dedos. Ni siquiera
me acordaba que la tuviera. Leí el contenido... Popucho. Era la tarjeta que el
taxista que me recogió en el aeropuerto para traerme al hostal me dio al
despedirnos... Popucho... Su reacción aquella mañana dejó de parecerme rara. Mi
frialdad se lo debió parecer a él. Popucho era otra de las personas mencionadas en el manuscrito que se
convertía en carne y hueso.
Era el taxista de mi hermana.
¡Que lanzada!
ResponderEliminarAmistades solidas.
Un beso.
Me gustaría volver a tener los arrestos que me sobraban en aquella época en la que me encontré y supe quien quería ser.
ResponderEliminarSiem y Diantha son familia.
Un beso.
Sancha.