domingo, 12 de abril de 2020

1. La cita

Memorias de una ex amante





Fue sin querer.
Le amaba... o le amo, no lo sé.
Esa tarde estaba enfadada; cansada de su perenne engaño; decepcionada de su actitud displicente; contrariada por la escasa importancia que le daba a lo únicamente importante para mí; hastiada; superada... Estaba aburrida.

Me desperté de pronto nerviosa e inquieta. No eran las seis de la mañana cuando abrí los ojos y lo vi claro. Si en siete años no había tomado la decisión de separarse de Antje, yo tomaría la mía para ambos.

Es la misma historia de siempre, pero la nuestra nos parece distinta a las demás porque el hombre casado con hijos del que nos enamoramos, no nos mentiría nunca respecto a sus sentimientos. Somos tan ingenuas que creemos ver en sus ojos una verdad inexistente y cada "te amo" o "te quiero", cada gesto cómplice o de cariño son
códigos de un lenguaje más universal que particular. No nos engañemos. Los vínculos entre las personas son semejantes los unos a los otros, ni son especiales ni extraordinarios. Al principio dolería, tanto daba, el sufrimiento estaba integrado en mi vida desde hacía años, silenciando un amor inconfesable. El tiempo atenuaría el trasiego lacerante y algún día, quizás, recuperaría la capacidad de soñar sin estar dormida. El dolor no es eterno y hay heridas que se cierran aunque dejen cicatrices. Viviría marcada.
Le llamé para vernos por la tarde.
Jenkin alquiló un apartamento en Apollobuurt, frente al canal, de cincuenta metros, con un
dormitorio, cocina incorporada al salón y un baño con bañera. Que tuviera bañera ese espacio que nos pertenecería a los dos fue una petición mía concedida. Me encanta meterme en el agua caliente; notar la espuma fría; quedarme sin aire al sumergirme hasta la barbilla y entrar en calor paulatinamente. Es una sensación parecida a cuando Jenkin me quitaba la ropa despacio con el aliento rastreándome la piel que quedaba al descubierto y yo quería que se diera prisa pero a la vez que tardara en despojarme de artificios que obstaculizaban el roce de nuestras epidermis.

No sospechaba que tenía intención de terminar con una relación que ya no me aportaba nada.        El placer ya no era suficiente, necesitaba estabilidad emocional. Se alegró de oír mi voz y de          que quisiera verle entre semana. Habitualmente quedábamos los sábados y domingos que no tenía guardia en el hospital. A Antje le decía que iba a hacer deporte. Otras veces, cuando el trabajo nos lo permitía, comíamos en el apartamento y nos devorábamos enteros. Para un hombre de mediana edad, catorce años mayor que su amante, que ella sienta el deseo de estar con él, reafirma su masculinidad. Detecté en su voz  emponderamiento al emplazarle para más tarde. No pensó en su mujer, ni en sus hijos, ni en las obligaciones que tenía para con ellos, pensó en satisfacer su ego. Ese era el hombre del que me enamoré a los quince años.

Llegué después de las cinco a nuestro nido de amor, eufemismo de picadero, término soez que        calcaba la realidad hasta asquearme de lo que allí ocurría, cuando volvía a casa tan llena como      tan vacía estaba. Jenkin lo haría en media hora. Para otra ocasión habría llegado con una hora      de antelación, relajado veinte minutos en agua caliente; extendido la crema hidratante con              aroma a vainilla por todo el cuerpo, su preferida, perfumado de jazmín y arreglado para que        su impaciencia me desarreglara con urgencia. Hubiera cortado daditos de queso gouda que            acompañaría al vino tinto que no faltaba en el frigorífico y puesto sobre la mesa redonda,              iluminada por velas, con dos copas.

Me salté el protocolo. No habría preliminares. Iría al grano. Me senté en el sofá y esperé sin saber qué hacer con las manos ni con las piernas. Me sobraban las extremidades. Me incomodaban porque no sabía cómo ponerlas, si cruzarlas, si arrullarme y abrazarme a mi misma para insuflarme valor, o simplemente tumbarme e impacientarme en horizontal. Me confortaba que en un par de horas, todo terminara.



NOTAS DE INTERÉS

Apollobuurt: barrio de Amsterdam en el districto de Amsterdam-zuid. Las calles se caracterizan por llevar nombres de leyendas griegas, compositores y pintores.

4 comentarios:

  1. Esos problemas de impaciencia y de espera del momento trascendental se superan jugando al Candy Crush.
    A ver si llega pronto el tio del nombre raro ese.

    Saludos

    ResponderEliminar
  2. Buena sorpesa para empezar el año.
    Te sigo seguro, amiga.

    Besos.

    ResponderEliminar
  3. Hola Uno:

    En los Países Bajos, Jenkin es un nombre tan común como Pepe en España.

    Espero no impacientarme en extremo de nuevo, en caso de no poderlo evitar, sopesaré bajarme el Candy Crush. Agradezco al sugerencia.

    Un saludo.

    Sancha Mansuara Berenguela Van Heley.

    ResponderEliminar