La situación fue peculiar y ligeramente abrupta para Cintia, que de pronto encontró un copia exacta, se simple vista de ella misma, charlando con su ex marido.
Tardó nos minutos en reaccionar, lo que necesité, sincronizadas por el azar, para asumir que lo que tanto anhelaba se estaba produciendo en ese instante de forma distinta a las que había imaginado.
A escasos dos metros me vi reflejada en un espejo humanos. Su pelo era más corto que el mío y su piel un tono más oscura. Las mismas facciones, sin ninguna marca distintiva, la misma complexión. Nos observamos con curiosidad. Nuestras miradas se hallaron expectantes, la suya favorecida con un ligero maquillaje que resaltaba el verde de sus ojos.
Escéptica e insegura se aproximó a Federico, testigo mudo con Andrés, que le ayudó a ponerse en pie para no perderse detalle en un campo visual más cómodo. El fiel mayordomo se disculpó apesadumbrado por no haber anunciado la llegada de la segunda señora de Osorio, convencido del azote emocional que a las afectadas nos estaba produciendo aquel primer encuentro.
Cintia pasó de la curiosidad al escepticismo y luego a la moderación. Le debí parecer una criatura venida de otro mundo. De hecho era así, durante años, no conocía más mundo que la jaula de oro que los Van Heley me diseñaron.
-¿Es posible? -murmuró para sus adentros pensativa y ceñuda.
Estaba obnubilada por la visión de una mujer físicamente igual a ella. Recorrió lo pocos metros que nos separaba al tiempo que cercanía me iba acelerando el corazón. Se paró a menos de medio metro de mí. Nuestro ojos volvieron a unirse en una sola mirada. Cogió un de los mechones de pelo que me caía por el pecho para cerciorarse de que yo era real y lo abandonó a su suerte. Temblé. Un ligero malestar empezó a sacudirme. Estaba nerviosa. Abracé mi vientre para sentir a mi hija. Me estremecí cuando sus manos buscaron las mías y me las cogió.
-Es verdad. Existes...
Sus palabras denotaron que tenía más información de la que los presentes en la estancia sospechábamos.
-Querida -Federico intervino-. Ella es Sancha, tu...
-Sancha... -pronunció mi nombre débilmente, interrumpiendo al mágnante-. Es mi hermana... Tengo una gemela.
-¿Sabías de ella? -inquirió Osorio desconcertado como yo con la reacción de Cintia.
-Más o menos.
Afuera comenzó a llover y el cielo tomó prestada la tonalidad de un anochecer precoz. Andrés avivó el fuego de la chimenea ocultando una brizna de satisfacción por haber cumplido con el propósito de aligerar la carga que pesaba sobre la conciencia del señor.
La sala donde nos hallábamos sería testigo, una vez más, de una historia que ninguno de sus ocupantes olvidaría. Cintia se sirvió un dedo de ginebra del minibar y se lo bebió de un trago. Luego se acomodó en el asiento del medio del tresillo que separaba las dos butacas que habíamos ocupado Federico y yo.
-Lo necesita.
-Querida, cuéntanos.
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