sábado, 20 de mayo de 2023

63. Maternidad

 
La soledad me empezó a pesar antes de cumplirse el primer año de mi salida de Santa Coba. Volví a Lisse a la primavera siguiente, la estación en que las puertas de la abadía se abrían al público, para visitar a las hermanas, que me recibieron con alegría. Ya no formaba parte de la congregación, pero me hicieron sentir que un pedazo de mí se había instalado en sus corazones. No me arrepiento de haberme ordenado monja.
  La hermana Gabriëlle me brindó su compañía recorriendo el colorido y perfumado jardín de tulipanes. Nos detuvimos delante de la parcela de la que me ocupé durante años. Los últimos bulbos los planté en junio del año anterior y habían florecido en otoño. Mi acompañante poseía una sensibilidad especial para captar el color de las almas y la habilidad de pronunciar las palabras justas.
    -Lo encontrarás.
    El camino hacia el lugar que me hiciera sentir cómoda conmigo misma.
     Volviendo a casa en el autobús se me empañaron los ojos de tristeza. La soledad me dio el primer pellizco. No consideraba a los Van Heley mis abuelos, eran los progenitores de mi padre, el nexo sanguíneo que nos unía. Su pérdida, además de un alivio, supuso quedarme huérfana de la familia materna y se esfumó la posibilidad de conocerlos, si existían. Contaba con dos datos sobre mi madre: que se llamaba Laura y que era española, lo demás era un misterio.
    Todas las semanas veía a Siem y a Diantha y hablábamos a diario, sin embargo, al despedirnos, ellos tenían el corazón ocupado mientras que el mío permanecía vacío. A Jenkin lo vi tres o cuatro veces durante ese año. Las llamadas cada vez eran menos puntuales y las primeras insinuaciones sobre el desgaste que produce en las relaciones sentimentales trabajar y vivir con la pareja asomaron.
    La noticia del embarazo por inseminación artificial llegó en el mejor momento. Albergar en mi vientre al hijo de Siem y Yani me llenó de satisfacción. El proceso a veces fue desagradable, no me gustan las agujas y tuve que someterme a ellas, pero viendo el rostro resplandeciente de felicidad de Siem en la consulta de la clínica de reproducción asistida cuando la ginecóloga nos confirmó que el embrión estaba aferrado al endometrio, pensé que había merecido la pena. Era gestante y donante de los óvulos inseminados. Me ilusioné con la expectativa de que al menos durante nueve meses estaría menos sola y tendría un serecillo a quien cuidar.
Mi doctor preferido definió la decisión como descabellada. Él que era padre, no renunciara a sus hijos por nada en este mundo y me aseguró que cuando diera a luz y tocara la piel de mi hijo, no querría separarme de él.
-Incluso actuando solo como gestante te costaría separarte del bebé. Es una locura… además de una decisión valiente -me dijo por teléfono
-La dosis justa que necesito para vivir.
 

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