Alfredo Sanchidrián fijó su residencia habitual en La Haya. Segoviano de nacimiento le unió a Federico un grupo empresarial del que fueron socios durante dos décadas hasta que decidieron disolver la sociedad, no así la amistad que perduró a lo largo del tiempo. Las dos o tres veces que Sanchidrián viajaba a la capital, donde mantenía una casa en una urbanización, comía en la mansión mientras departía distendidamente con Osorio, como los hombres de negocios que nunca dejarían de ser, sobre la época en la que las finanzas y la bolsa acaparaban la mayor parte de horas de sus días.
Unas
semanas antes de mi aterrizaje forzoso en Madrid, cuando mi vida era un remanso
de tranquilidad e insatisfacción a partes iguales por en lo que había derivado
la relación con Jenkin, los dos amigos comieron juntos.
Charlaron, como de costumbre, un rato en la sala del té donde se tomaron un tentempié y cuando Andrés les anunció que podían pasar al comedor, ambos hombres se encaminaron hacia la puerta.
De las manos del invitado se escurrió el libro que sujetaba. Si hay dos elementos de los que Alfredo Sanchidrián no se separaba, eran las gafas de lectura que guardaba en el bolsillo delantero de la camisa y de un libro que siempre le acompaña y es que como él mismo decía: “que el aburrimiento me halle preparado para espantarlo". Andrés, con la elegancia que caracteriza cada uno de sus movimientos, se agachó con la columna completamente recta a recogerlo. El libro había caído hacia arriba entre abierto entre la segunda y la tercera página. Al mayordomo le llamó la atención el apellido que leyó: Van Heley. Sus ojos recorrieron los tres nombres que le antecedían: Sancha Mansuara Berenguela debajo de la palabra “vertaler”. Cerró el libro y se lo devolvió a su dueño, al que no le pasó desapercibido el interés del hombre de confianza de Federico y le contó que se trataba de una recopilación de sonetos burlescos y sátiras de poetas españoles del siglo XVI y que había adquirido el ejemplar por la curiosidad de leer a los versados con las lenguas más afilados de su país en neerlandés. Agradecido por la explicación les acompañó al comedor y los acomodó en sus respectivas sillas.
Andrés habla perfectamente inglés y francés, idiomas que aprendió para atender adecuadamente a los invitados del señor, en ocasiones de nacionalidades diversas. No tiene nociones de neerlandés, pero supuso que “vertaler” significaba traductor. Otro detalle que memorizó fue el nombre de la editorial: Ster Edities.
-Me he tomado licencias que no debería. Lamento haberle informado, Señor -Andrés se disculpó bajando la mirada.
-Más lamento yo que no me advirtieras de tus intenciones para haber tomado la decisión juntos -Federico sonrió afablemente. Andrés, visiblemente relajado, le había mostrado una lealtad inquebrantable y confiaba plenamente en sus acciones. Si había callado mí paralelo cuando descubrió que era la gemela de Cintia fue para que no se decepcionara si las pesquisas no llegaban a buen puerto -Coge una silla y siéntate. Quiero oír el resto.
-¡Señor! -protestó Andrés. Los empleados jamás deben igualarse a sus señores ni contravenir sus órdenes.
-Deja los remilgos para otra ocasión si son necesarios y acompáñanos en la charla.
Obedeció sin pronunciar palabra.
Andrés era el mensajero entre Cintia y Federico cuando ésta estaba en la cárcel. Los hijos de Osorio, después del divorcio, en el que mi hermana renunció a toda pensión compensatoria que les correspondiera, no habían tolerado que su padre continuara teniendo contacto, así que ambos mantenían el afecto en la clandestinidad. El mayordomo fue a visitarla a la cárcel semanas antes de su puesta en libertad a petición de ella y le entregó el manuscrito para que Federico lo leyese y custodiase. Muchos de los actos de Cintia no eran plausibles, sin embargo, quería que su ex marido entendiera sus motivaciones y demostrarle el arrepentimiento que sentía. No valoró al hombre que tenía al lado, del que se aprovechó hasta que pudo.
-Llamé
a la editorial para felicitarles por el extraordinario trabajo que había hecho
la traductora de los sonetos burlescos y sátiras -Andrés tragó saliva. Se
sentía observado -El subdirector me atendió amablemente, encontrándose ausente
el director por quien pregunté y le manifesté la gran admiración que sentía por
la literatura del siglo XVI y por los poetas seleccionados para la recopilación. El señor Visser me dijo que
le trasladaría mis congratulaciones a la señorita Van Heley.
-Así que fue usted… -sonreí levemente-. Me emocionó que un lector valorara el esfuerzo que supuso traducir a poetas españoles del siglo de oro, con sus peculiaridades en un español clásico. Veo que la adulación era fingida.
Andrés enrojeció. El hombre que no se permitía mostrar sus emociones, era humano, al fin de cuentas.
-No dudo en absoluto que la veracidad en mi argumento me asistiera, aunque no haya leído el libro ni conozca las obras de los autores referidos. Me consta el riguroso trabajo que hizo. El propio señor Visser elogió sus traducciones.
-No tenga en cuenta mis palabras. Entiendo que tenía un propósito al contactar con la editorial.
-Vayamos al grano -sugirió Federico.
Charlaron, como de costumbre, un rato en la sala del té donde se tomaron un tentempié y cuando Andrés les anunció que podían pasar al comedor, ambos hombres se encaminaron hacia la puerta.
De las manos del invitado se escurrió el libro que sujetaba. Si hay dos elementos de los que Alfredo Sanchidrián no se separaba, eran las gafas de lectura que guardaba en el bolsillo delantero de la camisa y de un libro que siempre le acompaña y es que como él mismo decía: “que el aburrimiento me halle preparado para espantarlo". Andrés, con la elegancia que caracteriza cada uno de sus movimientos, se agachó con la columna completamente recta a recogerlo. El libro había caído hacia arriba entre abierto entre la segunda y la tercera página. Al mayordomo le llamó la atención el apellido que leyó: Van Heley. Sus ojos recorrieron los tres nombres que le antecedían: Sancha Mansuara Berenguela debajo de la palabra “vertaler”. Cerró el libro y se lo devolvió a su dueño, al que no le pasó desapercibido el interés del hombre de confianza de Federico y le contó que se trataba de una recopilación de sonetos burlescos y sátiras de poetas españoles del siglo XVI y que había adquirido el ejemplar por la curiosidad de leer a los versados con las lenguas más afilados de su país en neerlandés. Agradecido por la explicación les acompañó al comedor y los acomodó en sus respectivas sillas.
Andrés habla perfectamente inglés y francés, idiomas que aprendió para atender adecuadamente a los invitados del señor, en ocasiones de nacionalidades diversas. No tiene nociones de neerlandés, pero supuso que “vertaler” significaba traductor. Otro detalle que memorizó fue el nombre de la editorial: Ster Edities.
-Me he tomado licencias que no debería. Lamento haberle informado, Señor -Andrés se disculpó bajando la mirada.
-Más lamento yo que no me advirtieras de tus intenciones para haber tomado la decisión juntos -Federico sonrió afablemente. Andrés, visiblemente relajado, le había mostrado una lealtad inquebrantable y confiaba plenamente en sus acciones. Si había callado mí paralelo cuando descubrió que era la gemela de Cintia fue para que no se decepcionara si las pesquisas no llegaban a buen puerto -Coge una silla y siéntate. Quiero oír el resto.
-¡Señor! -protestó Andrés. Los empleados jamás deben igualarse a sus señores ni contravenir sus órdenes.
-Deja los remilgos para otra ocasión si son necesarios y acompáñanos en la charla.
Obedeció sin pronunciar palabra.
Andrés era el mensajero entre Cintia y Federico cuando ésta estaba en la cárcel. Los hijos de Osorio, después del divorcio, en el que mi hermana renunció a toda pensión compensatoria que les correspondiera, no habían tolerado que su padre continuara teniendo contacto, así que ambos mantenían el afecto en la clandestinidad. El mayordomo fue a visitarla a la cárcel semanas antes de su puesta en libertad a petición de ella y le entregó el manuscrito para que Federico lo leyese y custodiase. Muchos de los actos de Cintia no eran plausibles, sin embargo, quería que su ex marido entendiera sus motivaciones y demostrarle el arrepentimiento que sentía. No valoró al hombre que tenía al lado, del que se aprovechó hasta que pudo.
-Así que fue usted… -sonreí levemente-. Me emocionó que un lector valorara el esfuerzo que supuso traducir a poetas españoles del siglo de oro, con sus peculiaridades en un español clásico. Veo que la adulación era fingida.
Andrés enrojeció. El hombre que no se permitía mostrar sus emociones, era humano, al fin de cuentas.
-No dudo en absoluto que la veracidad en mi argumento me asistiera, aunque no haya leído el libro ni conozca las obras de los autores referidos. Me consta el riguroso trabajo que hizo. El propio señor Visser elogió sus traducciones.
-No tenga en cuenta mis palabras. Entiendo que tenía un propósito al contactar con la editorial.
-Vayamos al grano -sugirió Federico.
-Antes
de despedirnos le pregunté si aceptarían un encargo particular para traducir un
manuscrito al neerlandés de suma importancia para mí. Recalqué que dada la
sensibilidad mostrada por la señorita Van Heley era la persona idónea para que
entendiera el significado del texto. No fue fácil convencerlo, la propuesta se
alejaba de la forma de trabajar de la editorial, pero finalmente accedió.
-Y
le mandaste la copia del manuscrito mecanografiado que te pedí que hicieras
-concluyó Federico.
-La
señorita Van Heley debía saber que tenía una familia y su familia que su hija
estaba viva. No esperaba que atara cabos tan rápido. Celebro que así haya sido.
Pensé en Alonso Quijano. Esa tarde conocí al mensajero.
NOTAS DE INTERES
Vertaler: en neerlandés,
traductor.
Pensé en Alonso Quijano. Esa tarde conocí al mensajero.
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