La mujer que masticaba
chicle al hablar y dispensaba un trato amable aunque distante a los usuarios de
su establecimiento me abrazó aliviada en el vestíbulo del hostal.
-Me tenías en un sin vivir – me cogió de las manos-. Anda entra en casa y cuéntame que ha pasado -se giró hacia Daniel, que caminaba detrás de mí y le puso la mano sobre la mejilla con la ternura de una madre-. Hijo, no habréis comido nada. Ahora mismo os tomáis un caldito.
Faltaban siete minutos para que las agujas del reloj se unieran en perfecta comunión en las doce.
-Quédate con ella, yo me ocupo.
-No tengo apetito.
Las de veces que había usado el mismo pretexto desde la llegada a Madrid para escabullirme en la búsqueda de la soledad.
Daniel interrumpió el camino hacia la cocina y me miró severo amonestándome una conducta poco participativa.
-Lo que te apetezca o no, da lo igual, tienes que estar bien.
Tenía razón. Solo contaba el hijo que esperaba. El legado de Jenkin. Esa parte de él que me había dejado que me inundaba de dudas e incertidumbres. No sabía cómo afrontar la nueva realidad, ni podía evitar pensar en el primer y frustrado embarazo. Me asustó la idea de no cuidar bien de él.
-¿Qué pasa? ¿A qué viene tanto misterio? -Cándida repartió sus miradas entre ambos-. Estoy en ascuas.
-Te corresponden los honores. Adelante. Cuéntaselo -el tono jocoso que detecté en su voz me emponderó. Acepté el desafío.
-Estoy embarazada.
Cándida se tapó la boca con una mano sorprendida, luego me achuchó emocionada mientras Daniel desaparecía por la puerta de la cocina.
El caldo de verduras y pollo que nos tomamos le sentó bien a un estómago vacío desde la hora de la comida. Sorbito a sorbito me fui sintiendo mejor, menos débil y con más ánimo.
-Es un tema delicado y no quiero que pienses que me entrometo en tu vida… -me dio unas palmaditas cariñosas en la mano- ¿Estás sola en esto?
En las conversaciones que habíamos mantenido en el taller del patio, le había dado a entender que no tenía pareja. El embarazo podía cambiar el concepto en que Cándida me tenía. La sutileza con la que me preguntó por el padre del bebé que gestaba era producto de la preocupación, no de la intromisión. Daniel, serio y atentó, esperó la respuesta sentado frente a mí en la mesa del comedor. Me pregunté que lectura estaría haciendo con la información que manejaba sobre mí. Sus ojos reflejaban una extraña combinación de expectación y pesadumbre que no entendí.
-Me dejó… Se fue –acordarme de la última vez que vi a Jenkin fue doloroso. Apenas pensaba en él. Si no se hubiera caído por el balcón me hubiera culpado de no tomar precauciones para evitar lo que ninguna de los dos queríamos que pasara, eximiéndose de responsabilidad alguna. Nos descuidamos ambos, ¿quién detiene las ganas cuando la voluntad está ausente?
-Deberías decirle que va a tener un hijo –Daniel intervino autoritario.
-No es posible.
-No se lo puedes ocultar aunque no estéis juntos, si es que no lo estáis -insistió terco.
-Se fue… para siempre –era la primera vez que admitía que Jenkin no volvería. Se me quebró la voz y también por primera vez me entraron ganas de llorar su marcha. Me contuve. Cándida insufló calor rodeándome con su brazo los hombros.
-Hijo… él ya no está.
Daniel pareció comprender entonces lo que yo no podía verbalizar. El semblante se le ensombreció. Desconcertado me miró con conmiseración poniéndose por unos segundos en mis zapatos. Con un hijo en camino y viuda.
-No te preocupes, el tiempo que estés aquí cuidaremos de ti… ¿verdad, hijo?
-¿Qué? –Daniel distraído volvió al comedor de la casa de su madre y a toparse con mi presencia separados por una mesa. La nariz recta le daba un aire imperioso que poco contrastaba con el aturdimiento que estaba experimentado.
Esa noche durmió en casa.
-Me tenías en un sin vivir – me cogió de las manos-. Anda entra en casa y cuéntame que ha pasado -se giró hacia Daniel, que caminaba detrás de mí y le puso la mano sobre la mejilla con la ternura de una madre-. Hijo, no habréis comido nada. Ahora mismo os tomáis un caldito.
Faltaban siete minutos para que las agujas del reloj se unieran en perfecta comunión en las doce.
-Quédate con ella, yo me ocupo.
-No tengo apetito.
Las de veces que había usado el mismo pretexto desde la llegada a Madrid para escabullirme en la búsqueda de la soledad.
Daniel interrumpió el camino hacia la cocina y me miró severo amonestándome una conducta poco participativa.
-Lo que te apetezca o no, da lo igual, tienes que estar bien.
Tenía razón. Solo contaba el hijo que esperaba. El legado de Jenkin. Esa parte de él que me había dejado que me inundaba de dudas e incertidumbres. No sabía cómo afrontar la nueva realidad, ni podía evitar pensar en el primer y frustrado embarazo. Me asustó la idea de no cuidar bien de él.
-¿Qué pasa? ¿A qué viene tanto misterio? -Cándida repartió sus miradas entre ambos-. Estoy en ascuas.
-Te corresponden los honores. Adelante. Cuéntaselo -el tono jocoso que detecté en su voz me emponderó. Acepté el desafío.
-Estoy embarazada.
Cándida se tapó la boca con una mano sorprendida, luego me achuchó emocionada mientras Daniel desaparecía por la puerta de la cocina.
El caldo de verduras y pollo que nos tomamos le sentó bien a un estómago vacío desde la hora de la comida. Sorbito a sorbito me fui sintiendo mejor, menos débil y con más ánimo.
-Es un tema delicado y no quiero que pienses que me entrometo en tu vida… -me dio unas palmaditas cariñosas en la mano- ¿Estás sola en esto?
En las conversaciones que habíamos mantenido en el taller del patio, le había dado a entender que no tenía pareja. El embarazo podía cambiar el concepto en que Cándida me tenía. La sutileza con la que me preguntó por el padre del bebé que gestaba era producto de la preocupación, no de la intromisión. Daniel, serio y atentó, esperó la respuesta sentado frente a mí en la mesa del comedor. Me pregunté que lectura estaría haciendo con la información que manejaba sobre mí. Sus ojos reflejaban una extraña combinación de expectación y pesadumbre que no entendí.
-Me dejó… Se fue –acordarme de la última vez que vi a Jenkin fue doloroso. Apenas pensaba en él. Si no se hubiera caído por el balcón me hubiera culpado de no tomar precauciones para evitar lo que ninguna de los dos queríamos que pasara, eximiéndose de responsabilidad alguna. Nos descuidamos ambos, ¿quién detiene las ganas cuando la voluntad está ausente?
-Deberías decirle que va a tener un hijo –Daniel intervino autoritario.
-No es posible.
-No se lo puedes ocultar aunque no estéis juntos, si es que no lo estáis -insistió terco.
-Se fue… para siempre –era la primera vez que admitía que Jenkin no volvería. Se me quebró la voz y también por primera vez me entraron ganas de llorar su marcha. Me contuve. Cándida insufló calor rodeándome con su brazo los hombros.
-Hijo… él ya no está.
Daniel pareció comprender entonces lo que yo no podía verbalizar. El semblante se le ensombreció. Desconcertado me miró con conmiseración poniéndose por unos segundos en mis zapatos. Con un hijo en camino y viuda.
-No te preocupes, el tiempo que estés aquí cuidaremos de ti… ¿verdad, hijo?
-¿Qué? –Daniel distraído volvió al comedor de la casa de su madre y a toparse con mi presencia separados por una mesa. La nariz recta le daba un aire imperioso que poco contrastaba con el aturdimiento que estaba experimentado.
Esa noche durmió en casa.
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