domingo, 18 de abril de 2021

18.- Rebeldía


    La mañana de mi décimo octavo cumpleaños me despertó el viento y la lluvia azotando el cristal la ventana. Contemplé un rato la oscuridad grisácea que ocultaba los tejados de las casas de enfrente desde la cama con una amplia sonrisa de dicha que no me cabía en la cara. Solo veía luz por todas partes. 
    En la víspera había guardado en una bolsa de deporte un poco de ropa. Todo el vestuario del armario había sido supervisado y  había pasado la censura de Godelieve, que no toleraba escotes, tirantes, ni faldas o pantalones por encima de las rodillas. Tampoco aprobaba que llevara el pelo suelto, solo con horquillas o recogido en un coletero.
    
    Eran poco más de las seis de la mañana. Desayunaría en una cafetería y luego iría al piso que iba a compartir con dos estudiantes de la universidad. 
    Desde hacia dos meses trabajaba por las tardes en la biblioteca de la facultad sin que los Van Heley lo supieran. Habrían puesto el grito en el cielo de haber sabido que me había incorporado al mercado laboral sin pedirles permiso. También desconocían que tenía dinero ahorrado de las clases que les daba a los mellizos Smits desde hacía dos veranos en Almere. Me compraban lo que creía que necesitaba pero los años que vivimos bajo el mismo techo nunca me dieron dinero para que lo invirtiera en lo que más me gustara.
    Diantha era mi enlace con Siem en el internado. A ella le entregábamos las cartas que nos escribíamos los fines de semana que iba a Almere con sus padres. 
    
    Una de esas noches en las que acabábamos la velada frente al mar me encontré con la mirada de Siem al desviar la mía del horizonte, sentado a mi lado, como tantas otras veces. Ninguno de los dos participaba activamente en las conversaciones del grupo. Guardábamos silencio y perdíamos la vista en las tonalidades de azules, mientras mil pensamientos nos asaltaban. Me ruboricé desacostumbrada a que me prestaran atención.
    -Estás visiblemente más relajada que hace uno días.
    Asentí con la cabeza.
    -No había salido de Ámsterdam -me reservé que tampoco del colegio ni de la casa de Godelieve y Huub-. Las situaciones nuevas me ponen nerviosa.
    -Viajar para la mayoría es lo habitual y no tiene nada de extraordinario.
    -Para mí lo es.
    Mi vida no era normal y tenía mucho de extraordinaria.
    Las tres arruguitas que aparecieron en su frente confirmaron su extrañeza.
    -¿Qué te gustaría hacer?
    Era una pregunta genérica con una respuesta muy particular... ¡Vivir!
    Contemplé la luna peinando el agua en calma con su haz de luz blanca antes de contestar.    
    -Cosas sencillas... como pasear -caí al instante, por mi inexperiencia en el trato con chicos, que Siem podía interpretar en mis palabras una insinuación y enrojecí de la vergüenza- sola.
    -¿Te conformas esta noche con caminar conmigo?
    Se levantó sacudiéndose las bermudas beige de posibles restos de arena y me tendió la mano. Busqué a Diantha con la mirada sin saber que hacer temblando por dentro. Asintió con una sonrisa complaciente. Mi inocencia e ingenuidad le hacían gracia.
    Cogí la mano de Siem en señal de conformidad y cuando estuve de pie la solté como si me hubiera dado una descarga eléctrica. Esa era la primera vez que tocaba a un chico que estaría acostumbrando a que le tocasen de cualquiera de las formas existentes.
    -Nos vemos mañana. Descansad -se despidió del grupo-. Diantha, ¿te importa si acompaño a Sancha a tu casa?
    Negó con la cabeza y la misma sonrisa complaciente de antes.
    
    -¿Donde vas tan temprano?
    En el vestíbulo de los Van Heley, el día de mi cumpleaños, la voz estentórea de Godelieve me sorprendió a punto de salir. Me giré hacia el imprevisto que suponía su presencia con la que no había cotado y resolví su duda.
    -A vivir.
    No me quedé el tiempo suficiente para ver como apretaba los labios hasta hacerlos desaparecer de su cara y se sulfuraba.
    Abrí la puerta y me fui.
    Ya no llovía.

17.- Instantáneas


S    Las
    Las fotos que extraje del sobre me espeluznaron. El vello se me erizó mientras un escalofrío recorrió los hombros y cervicales coloreando mis uñas de un morado lúgubre. Me arrepentí al instante de no haberlas destruido en el interior del envoltorio envenenado.

    Las tres instantáneas estaban fechadas en el reverso con caligrafía desconocida. El notario Huub Van Heley escribía con abundantes ondulaciones que imitaban el movimiento de las olas del mar alargando las sílabas hasta más allá del infinito. Su esposa, Godelieve de Vries ostentaba un estilo rococó con trazo tan firme como el agrio carácter que aseveraba.  Quién datara las imágenes había empleado el castellano con grafía pequeña y clara. Al deslizar el dedo por encima de la letra una extraña sensación me abrumó. Noté una inexplicable conexión entre esa persona y yo. El corazón se resintió acelerando el bombeo de sangra. Abrí la ventana para respirar las ráfagas de aire húmedo que inundó la habitación y me apoyé sobre el escritorio hasta que los pulmones reiniciaron su actividad con normalidad y las pulsaciones se regularizaron.

        Diciembre de 1990. Una niña con la melena larga hasta los hombros y ojos verdes sentada sobre las rodillas de una mujer joven que la rodeaba por la cintura con un brazo y con quien guarda gran parecido, mira a cámara con desparpajo. Acuclillado, delante de ambas, un hombre besa la mano de la pequeña abnegado de ternura.

        Junio de 2006. Una pareja de recién casados posa delante de una fuente redonda tallada en mármol. La novia lleva un vestido de tirantes con corpiño entallado unido a una falda voluminosa. El cabello recogido en un moño y sobre el mismo, un velo con hojas blancas bordadas. El novio, o recién marido, sonríe inseguro, alto y delgado, con mirada celeste tras una gafas de pasta negras. Lleva puesto un traje oscuro con chaleco gris de seda.

        Mayo de 2016. La misma chica de antes, diez años más tarde, casándose otra vez con un sencillo vestido marfil, menos pomposo que el anterior, del brazo de un anciano que se mantiene erguido pese a los años que parece atesorar.

        En diciembre de 1990 tenía cuatro años e inicié la Basisschool en el St. Liselot Katholieke College. En junio de 2006 cursaba segundo de filología hispánica en la universidad y en mayo de 2016 estaba en el convento.
        No tengo la habilidad de la bilocación. No puedo estar en dos lugares distintos al mismo tiempo e interáctuar como si estuviera solo en uno. Los Van Heley me ocultaron y me privaron de una parte de mi vida.
    La niña,  la adolescente y la mujer de las fotografías eran idénticas a mí.


 

domingo, 11 de abril de 2021

16.- Verano.


    Rescato de la memoria sensaciones agradables en momentos de preocupación o inquietud para distraer la mente de pensamientos reiterativos infértiles. La mayoría de esas sensaciones están asociadas al primer verano que pasé en Almere. Aspirar la brisa marina por primera vez me fascinó. Inundé los pulmones de una corriente fría y refrescante que luego despedí por la boca lentamente. Aprendí a respirar de una forma pausada y serena.

    No había estado en una playa hasta ese verano. Ni siquiera tenía bañador. Godelieve y Huub no hubieran autorizado que usara una prenda vulgar como un trozo de licra ceñida al cuerpo. 
    Diantha me prestó uno de los suyos y me convenció de que me pusiera unas bermudas y una camiseta de tirantes. Al mirarme al espejo con aquella indumentaria sentí vergüenza y pudor al pensar que saldría con tan poca ropa a la calle. Dejaba al descubierto demasiada piel. Piel de leche a la que los rayos de sol daban poco alcance.                                                     
    -Al fin pareces una chica de nuestra edad. No te irás de Almere sin ponerte un bikini.
     Estábamos en la habitación que compartía con Diantha delante de un armario empotrado blanco lleno de ropa hasta los altillos.
    -Los bikinis son ropa interior. Es lo mismo que ir desnuda.
   -Conozco una cala nudista... Podemos ir si te vas a sentir más cómoda. Allí nadie se fija en nadie porque lo natural es mezclarse con la naturaleza sin complementos.
    Me sonrojé provocando la carcajada de mi amiga. Disfrutaba ruborizándome. Fuera del internado vestía como quería y salía sin dar excesivas explicaciones a sus padres de las cosas que hacía cuando no estaba en casa. Confiaban en ella. Me había enseñado fotos de sus vacaciones de otros años en las que posaba con un grupo de chicos y chicas, a veces abrazados a ellos y siempre sonriente. Para ella era lo normal, para mí una utopía.
    -Sancha -puso las manos sobre mis hombros adoptando un temple serio- aprovecha estas semanas para vivir como te gustaría hacerlo. Descubre qué te hace feliz. Actúa según tu criterio y no el de los demás. Sed tú cuando te encuentres y ¡disfruta! 

    Lo hice. 
   Acepté un trabajo por las tardes dando clases particulares de refuerzo a los mellizos Smits, hijos de los vecinos de los Bakker en Almere, que Diantha rechazó alegando que iba a estar muy ocupada y sugirió a la familia que como yo estaba disponible podía suplirla alegando que los pequeños de ocho años asimilarían las materias con un método de enseñanza dinámico que les motivaría a querer aprender por curiosidad y no por obligación. Las expectativas con las que los Smits me recibieron en su casa eran elevadas después de que Diantha les hablara de unas cualidades que desconocía que existieran en mí, que temí no cumplir y que me consideraran un fraude. No fue así. Mi amiga me infundió la confianza para que empezara a creer en mis capacidades.

    De lunes a viernes, dos horas al día, disfruté de la compañía de dos díscolos mellizos con los que me encariñé enseguida. Mi primer empleo remunerado hizo que me atreviera a soñar. Al año siguiente cumpliría la mayoría de edad y los Van Heley no me podrían retener en su casa si decidía vivir en otra parte. La ley me amparaba.

    Imaginé un apartamento pequeño cerca de la universidad, o no demasiado alejado para poder ir en bicicleta, que compartiría con otra estudiante para sufragar los gastos. Pondría un anuncio en el tablón de la recepción de la facultad. Vestiría y me peinaría como me apeteciera, transformándome en una persona distinta a la que me habían obligado a ser. Se terminarían los uniformes y las imposiciones. Estaba despertando de un largo letargo con la impresión de que mi vida había empezado justo cuando puse los pies en el interior del coche de los Bakker, rumbo a Almere

    Algunas noches no reuníamos con compañeros de la asociación que formaban parte del grupo de amigos de Diantha, comprábamos un refresco o un helado y nos lo tomábamos sentados en la arena de la playa frente al mar. Mientras la conversaciones y las risas se sucedían en mi estómago brincaban saltamontes. Me sentía plena conmigo misma. Eso era la felicidad.
    Siem, que nos acompañaba en nuestras salidas nocturnas, era profesor de matemáticas en el colegio Echnaton de Almere, tenía veinticinco años y quería ser padre.
    

NOTAS DE INTERÉS   

Echnaton: escuela pública en Almere, que combina la formación con el deporte, una alimentación saludable, el descanso y el relax, priorizando un aprendizaje divertido que motive al alumnado para la obtención de buenas calificaciones.


sábado, 3 de abril de 2021

15.- El sobre


    Desde la ventana de la habitación que ocupaba en la primera planta veía la calle. En los bajos del edificio de enfrente hay una panadería al lado de una floristería. El olor del pan recién horneado y de las flores expuestas a la entrada del establecimiento se percibe desde la puerta del hostal. Me gustaba detenerme unos segundos a respirar profundamente aromas tan distintos. Dos bloques más a la izquierda se aloja la librería en la que me paraba  para ver los libros expuestos en el escaparate. Todo lo que sabía entonces es que la regentaba un hombre mayor que desde el interior del local me saludada con la mano, ayudado por una joven dependiente, que imaginaba que sería su nieta. 
    
    La tarde que abrí el sobre de los tormentos, llovía. Los pocos viandantes que transitaban la acera lo hacían deprisa y debajo de paraguas, coloridos en algunos casos en otros con diseños estrafalarios, que desaparecían en la lejanía. Había quienes se cobijaban bajo los balcones en su carrera hacia alguna parte. 

Comía un sándwich que había preparado con el pan de molde, el jamón y queso en lonchas comprados en un supermercado cercano a mi nueva residencia, con una botella de agua con gas, cuando paseando la vista por el escritorio deparé en la esquina del sobre que sobresalía de debajo del portátil, donde lo había dejado. Ni siquiera me acordaba de él. 
    Pensé en destruirlo para no caer en la tentación de ver su contenido, que proviniendo de Godelieve no podía ser conciliador, pero finalmente decidí abrirlo y sesgar de una vez el hilo que aún me mantenía ligada a los Van Heley, exponiéndome a que Godelieve me amargara la vida desde el más allá. Estaba convencida de que hubiera dado lo que fuera por ver mi cara en ese instante mientras manipulaba su legado, sin embargo, desde su lar era imposible. Sonreí desganada.
        
    Me terminé el sándwich, bebí un poco de agua directamente de la botella para encontrar los arrestos que me faltaban y deslicé el dedo por debajo de la solapa rasgándola. Tenía las manos heladas y temblaba de frío por dentro. Dudé dos o tres veces más. Podía dejarlo para otro día que estuviera menos nerviosa y me sintiera fuerte. Estaba tensa por lo sucedido en el apartamento de Stadiobuuf y aún tenía la sensación de estar viviendo dentro de un sueño o más bien una pesadilla; como si nada de lo acontecido tuviera que ver conmigo. Me convencí de que ningún momento era bueno para enfrentarse a la perversidad de la madre de mi padre. Si no lo hacía me reconcomería por dentro.
    
    Lo que hallé en el interior me aceleró el pulso y noté un leve mareo que temí acabara en pérdida de conocimiento por la impresión recibida. Bebí más agua para deshacer el nudo que me oprimía el pecho. No lo conseguí. Tenía ganas de vomitar.
    No podía ser real. Era cruel.