La mañana de mi décimo octavo cumpleaños me despertó el viento y la lluvia azotando el cristal la ventana. Contemplé un rato la oscuridad grisácea que ocultaba los tejados de las casas de enfrente desde la cama con una amplia sonrisa de dicha que no me cabía en la cara. Solo veía luz por todas partes.
En la víspera había guardado en una bolsa de deporte un poco de ropa. Todo el vestuario del armario había sido supervisado y había pasado la censura de Godelieve, que no toleraba escotes, tirantes, ni faldas o pantalones por encima de las rodillas. Tampoco aprobaba que llevara el pelo suelto, solo con horquillas o recogido en un coletero.
Eran poco más de las seis de la mañana. Desayunaría en una cafetería y luego iría al piso que iba a compartir con dos estudiantes de la universidad.
Desde hacia dos meses trabajaba por las tardes en la biblioteca de la facultad sin que los Van Heley lo supieran. Habrían puesto el grito en el cielo de haber sabido que me había incorporado al mercado laboral sin pedirles permiso. También desconocían que tenía dinero ahorrado de las clases que les daba a los mellizos Smits desde hacía dos veranos en Almere. Me compraban lo que creía que necesitaba pero los años que vivimos bajo el mismo techo nunca me dieron dinero para que lo invirtiera en lo que más me gustara.
Diantha era mi enlace con Siem en el internado. A ella le entregábamos las cartas que nos escribíamos los fines de semana que iba a Almere con sus padres.
Una de esas noches en las que acabábamos la velada frente al mar me encontré con la mirada de Siem al desviar la mía del horizonte, sentado a mi lado, como tantas otras veces. Ninguno de los dos participaba activamente en las conversaciones del grupo. Guardábamos silencio y perdíamos la vista en las tonalidades de azules, mientras mil pensamientos nos asaltaban. Me ruboricé desacostumbrada a que me prestaran atención.
-Estás visiblemente más relajada que hace uno días.
Asentí con la cabeza.
-No había salido de Ámsterdam -me reservé que tampoco del colegio ni de la casa de Godelieve y Huub-. Las situaciones nuevas me ponen nerviosa.
-Viajar para la mayoría es lo habitual y no tiene nada de extraordinario.
-Para mí lo es.
Mi vida no era normal y tenía mucho de extraordinaria.
Las tres arruguitas que aparecieron en su frente confirmaron su extrañeza.
-¿Qué te gustaría hacer?
Era una pregunta genérica con una respuesta muy particular... ¡Vivir!
Contemplé la luna peinando el agua en calma con su haz de luz blanca antes de contestar.
-Cosas sencillas... como pasear -caí al instante, por mi inexperiencia en el trato con chicos, que Siem podía interpretar en mis palabras una insinuación y enrojecí de la vergüenza- sola.
-¿Te conformas esta noche con caminar conmigo?
Se levantó sacudiéndose las bermudas beige de posibles restos de arena y me tendió la mano. Busqué a Diantha con la mirada sin saber que hacer temblando por dentro. Asintió con una sonrisa complaciente. Mi inocencia e ingenuidad le hacían gracia.
Cogí la mano de Siem en señal de conformidad y cuando estuve de pie la solté como si me hubiera dado una descarga eléctrica. Esa era la primera vez que tocaba a un chico que estaría acostumbrando a que le tocasen de cualquiera de las formas existentes.
-Nos vemos mañana. Descansad -se despidió del grupo-. Diantha, ¿te importa si acompaño a Sancha a tu casa?
Negó con la cabeza y la misma sonrisa complaciente de antes.
-¿Donde vas tan temprano?
En el vestíbulo de los Van Heley, el día de mi cumpleaños, la voz estentórea de Godelieve me sorprendió a punto de salir. Me giré hacia el imprevisto que suponía su presencia con la que no había cotado y resolví su duda.
-A vivir.
No me quedé el tiempo suficiente para ver como apretaba los labios hasta hacerlos desaparecer de su cara y se sulfuraba.
Abrí la puerta y me fui.
Ya no llovía.