sábado, 19 de agosto de 2023

84. Espectro

 

    Me desperté pasadas las diez y media de un sueño reparador al que me ayudó a sumirme la ducha que me di antes de acostarme y que me liberó de los dolores musculares producidos por la tensión.
    Al ver la hora en el despertador di un respingo en la cama no habituada a levantarme tarde. Me acordé que tenía un huésped y me pregunté de inmediato si se habría despertado y en caso de que así fuera en qué habría empleado el tiempo mientras yo dormía... ¡En registrar la casa! No tardé cinco minutos en vestirme y bajar al salón. La puerta de entrada estaba entornada y desde afuera un sonido metálico que sólo identifiqué cuando me asomé a la ventana se repetía con distinta intensidad. Daniel estaba concentrado en cortar los hierbajos de un césped desigualado. Sonreí aliviada y me recosté en la jamba de la puerta hasta la que me desplacé, unos minutos antes de que se girase en mi dirección y me saludara entusiasmado.
    -Buenos días, bella durmiente -su humor seguía siendo excelente. El mío había mejorado-. Tienes el jardín descuidado... por suerte he encontrado estas tijeras de pecado. Mi pericia hará el resto.
    -Hay unos guantes y tijeras de podar en ese arcón - levanté la barbilla hacia el mueble de madera situado debajo de una de las ventanas.
    -Está cerrad y me parecía feo forzar la cerradura.
    Entré en casa y del primer cajón del armario del vestíbulo saqué una llave que le lancé a Daniel para que la cogiera al vuelo.
    -Gracias... He ido a comparar un poco de fruta, pan y leche al supermercado más cercano que he localizado -caminó hacia el objetivo y lo abrió-. Podríamos ir al mercado ese tan conocido que tenéis en Ámsterdam... ¿Cómo se llama? -se quedó pensativo intentado recordar el nombre al tiempo que se ponía los guantes.
    -El Cuyp... Tendrá que ser antes de ir a la comisaría, después no sé si te podré acompañar -bromeé para asombro del policía y el mio propio.
    -Un día más en confesar el crimen no repercutirá sobre la condena -los comentarios rozaban el humor negro pero me divertían-. Desayuna y luego hablamos.
    Encima de la mesa de la cocina unos plátanos, unas manzanas, unas peras y unos melocotones dentro de un cesto de mimbre que habría encontrado en alguna parte daban un toque hogareño al habitáculo. Una taza vacía y dos rebanadas de pan integral de molde sobre un plato componían el bodegón. Había preparado café. Estaba hambrienta. En la servilleta una orden caligrafiada de Daniel: abre el frigorífico.
    Le hice caso. Un bol con una macedonia de fruta me aguardaba. El hombre de ley era detallista. A excepción de Siem, la temporada que estuve viviendo en su apartamento y de Diantha después del atropello, nadie me había preparado el desayuno, ni siquiera al que consideraba el hombre de mi vida.
    
    Los veranos en Ámsterdam son como las primaveras poco calurosas de Madrid. Rara vez las temperaturas traspasan la línea de los veintiún grados y las noches son frescas. Ese domingo el sol calentaba moderadamente. Me tomaría el día como si fuera el último del que disfrutaría durante mucho tiempo en libertad.
    Puse la lavadora y limpié el polvo de una lar cerrada. Nada de lo que hacía tenía sentido con un futuro incierto como el mío, pero las tareas domésticas me distrajeron y me hicieron sentirme en el hogar hogar que había echado de menos.
    
    El timbre sonó dos veces. Dos pitidos secos y fuertes. Mientras atravesaba el salón desde la cocina reflexioné en que por la forma en que una persona presiona el llamador se puede dilucidar la intención que tiene. La puerta seguía entornada, Daniel me requería por alguna circunstancia que estaba a punto de descubrir, sólo que cuando la abrí del todo, el policía se mantenía en un segundo plano observando la escena curioso y delante de mí apareció alguien a quien no esperaba ver, mucho menos pisando mi felpudo. Me quedé paralizada y sólo al cabo de un minuto fui capaz de pronunciar su nombre.
    -Jenkin.
   -¿El muerto? -respondí a la pregunta de Daniel afirmativamente-. No tiene mala pinta después de lo que le hiciste.
    Continuó cogiendo los hierbajos a puñados y metiéndolos en un bolsa de basura como si no intuyera que estaba al borde del colapso. El doctor Brouwer le miró preguntándose por qué el jardinero intervenía en un asunto que no era de su competencia, sin haber entendido una palabra de lo que había dicho. Volví a acaparar su atención.
    -Por fin -fue todo lo que dijo antes de avanzar dos pasos hacía mí y abrazarme dejándome petrificada.
    Lamenté haber sufrido en balde ocho semanas.
 

No hay comentarios:

Publicar un comentario