Degusté un croissant, aún caliente, relleno de crema de cacao. Se los vi sacar del horno a la dependienta de la panadería y el aroma poco acostumbrado del dulce me produjo tal satisfacción que le pedí que me pusiera uno además de la barra de pan que había ido a comprar. Sentada en el primer banco que divisé al salir del establecimiento, al morder la tierna masa templada en su interior, tras ceder entre mis dientes el crujiente exterior pintado con clara de huevo, cerré los ojos entregándome al placer. El segundo bocado superó al primero al notar la textura del chocolate fundido mezclándose con el hojaldre que lo rodeaba. Entré en éxtasis y si mi cuerpo no se elevó por encima del asiento, fue consecuencia del peso de la mochila que sostenían mis rodillas.
El avión despegaba a las siete y media de la tarde. No llegaría a casa antes de las doce de la noche. Previendo que la comida del frigorífico se habría estropeado, compré lonchas de pavo y queso envasadas para la cena.
Leonardo me llevó al aeropuerto. Fue la primera persona con la que traté y la última de la que me despedí. Cándida hizo que le jurase, sustantivo más vehemente y castozo que la acción de prometer, que le informaría sobre las noticias que se produjeran en adelante. Eligió un forma elegante de pedirme que le contara cuántos años me caerían en chirona. Me abrazó tan fuerte y durante tanto tiempo, que el calor de sus brazos me acompañó un buen rato. Me entristecía dejar Madrid y mientras tomaba asiento en mi localidad divagué sobre cómo se había diluido el miedo que sentí cuando puse los pies en la capital. Me llevaba el cariño de las personas a las que había abierto el corazón y que pese a mi confesión era percibía inalterable. Averiguar que tenía una familia que los Van Heley me negaron, fue motivo de satisfacción, impotencia y pena. Pensar en el sufrimientos de mis padres al creerme perdida con el legado de Jenkin en el vientre me estremecía.
Desconocía que me aguardaba en Amsterdam, pero si iba a vivir entre rejas, mi pequeña, estaba convencida de que sería un niña, tendría a los mejores tutores en Diantha y Siem, a los que tenía muchas cosas que contar y ganas inmensas de hacerlo. Similitudes en la vida de dos gemelas que han crecido separadas. La historia se repetía. Mi hermana había pasado por lo mismo que yo tendría que asumí y aprendió de sus errores como me correspondía hacer a mí.
El avión estaba a punto de despegar. Los pasajeros se acomodaban en sus asientos. El mio estaba al lado de la ventanilla. Miraba hacia fuera distraída cuando un cuerpo me ensombreció. No aparté la vista del exterior hasta que mi compañero de vuelo se sentó. Le miré y me sonrió como nunca antes le había hecho hacer. Describir que el corazón estuvo a tres movimientos de salir disparado por la boca desde el pecho se aproximaría poco a la reacción de mi cuerpo.
-Tú -susurré.
Se ajustó el cinturón de seguridad risueño con un exceso de energía.
-Me apetece conocer Ámstedam.
Suspiré resignada.
Daniel.
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