domingo, 2 de julio de 2023

77. Leeuwarden

 

    Mientras despegaba los párpados percibí el silbido aflautado de los pajarillos madrugadores y claridad en el dormitorio. No estaba sola. Miré a mi acompañante unos segundos. Verle durmiendo no me causaba el más mínimo deseo de mantener los ojos sobre él en actitud contemplativa más de dos segundos. Me gustaba más despierto.
    
    Estábamos en Leeuwarden, tierra de Margaretha Geetruida Zelle, Mata Hari, a la que se le daba mejor mover las caderas con gracia que espiar. Una mujer que desprendía el desparpajo que a mi me faltaba. Jenkin alquiló una casita rural construida en madera, de dos dormitorios, salón y cocina en un único espacio y un baño. Lo que más me gustó fue el pequeño porche que precedía la entrada con una mesita redonda sobre la que una tetera vieja servía de recipiente a las flores silvestres y frescas, cortadas recientemente, y un par de sillas. Nos habíamos concedido un fin de semana sin propósitos ni planes, alejados del entrono y la rutina.

    Dos semanas atrás se había producido la comida con Antje, al volver a casa esa tarde, tras descubrir que era la responsable de que perdiera al bebé, llamé a Jenkin fuera de si.
    -Necesito verte.
    -¿Estás bien?
    -Ven.
    Le mandé la dirección de mi casa y al cabo de una hora al abrirle la puerta me abalancé sobre su boca y descargué en beso furtivo la desesperación y rabia que no abofetearon la cara de su esposa concentradas en mi mano. Jenkin me respondió con las ganas aumentadas por los años y paró cuando su cerebro fue perdiendo el control sobre su cuerpo estimulado. Con sus manos en mis mejillas y la respiración entrecortada, clavó los ojos en los míos.
    -A finales de mes tengo un viaje de trabajo. Ven conmigo.
    Acepté sin dudar.

    El doctor Brouwer participaba en una conferencia en el auditorio de la facultad de medicina a la que hubiera asistido de buen grado, si a él, no le hubiera parecido inapropiado que desconocidos nos viesen compartiendo el aire el mismo día. Ni siquiera aprobó que mientras estuviera conferenciando paseara por las calles de la ciudad y luego nos reuniéramos en un punto lo suficientemente alejado de la universidad para volver juntos a la casita, considerando imprudente, que a pesar de los cientos cuarenta kilómetros que nos desunían de Ámsterdam. Debí darme cuenta que tanta insistencia por esconder mi presencia era el indicio de la vida que me esperaba a su lado, sólo que entonces ni teníamos una relación ni pensaba que la íbamos a tener más adelante. Simplemente estábamos allí porque nos apetecía.

    Le complací y deambulé sola entre la hierba crecida que llegaba hasta las rodillas y bajo el sol primaveral de abril imbuida en mis pensamientos. Dispersas en el horizonte había casas de madera como la nuestra lo bastante retiradas de miradas curiosas que inquietaran a Jenkin.

    En tercero de filología salí un semestre con Noah, compañero de clase asiduo a la biblioteca. Ninguno de los dos se enamoró del otro. Congeniamos, nos gustamos y compartimos horas juntos los fines de semana. Romper la relación no fue dramático para ninguno de los dos. Ni nos echamos de menos, ni lloramos sobre hombros amigos, ni sufrimos lo indecible. Dejamos de vernos de forma natural paulatinamente, entendiendo que nuestro momento estaba pasando y perder el tiempo no se encontraba entre nuestras prioridades. Esos meses con él, constaté que Diantha tenía razón al afirmar que se pueden experimentar sensaciones, incluso placer, con personas a las que no te une el amor, tan sólo el deseo de explorar con todos los sentidos... Y eso hice. Descubrí que el cuerpo es un instrumento con infinidad de acordes y melodías y la música empezó a tener otro significado.
    Jenkin y yo compusimos una banda sonora que anticipamos concluiría en nuestro refugio de un fin de semana. No fue así.
    
    A punto de retornar al mundo real me percaté de que no tenía el móvil en el bolso. Lo buscamos por todas partes sin éxito.
    -Llámame -le pedí.
    La llamada sonó en el interior de la bolsa de viaje. La abrí para recuperarlo y vi el número desde el que Jenkin me había marcado. No lo conocía. Le miré extrañada  saliendo de la casita mientras él guardaba nuestras pertenencias en el maletero. 
    -¿Tienes dos dispositivos?
    Cerré la puerta con llave y se las tiré para que las cogiera al vuelo. Debíamos entregárselas al propietario en la dirección donde las habíamos recogido el día anterior.
    Agité el móvil en el aire.
    -No conozco éste número.   
    -Ah, sí -no contestó inmediatamente. Le noté apesadumbrado. Se acercó a mí y me rodeó la cintura por la espalda.- Es el móvil personal. Compré otro para hablar sólo contigo.
    No me engañó con el beso que depositó en mi mejilla antes de dirigirse al coche. La discreción respecto a cualquier tipo de relación que tuviéramos rebasaba límites. Para Jenkin existía cuando hablaba conmigo a escondidas o nos veíamos lo más lejos posible de nuestro entorno.
    -¿Nos vamos? -me sonrió con la puerta del coche abierta. 
    El amor hace que mires hacia otro lado cuando las primeras señales de que algo va mal aparecen. 
    Asentí pensativa.
    

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