domingo, 16 de julio de 2023

79. Cronología

 

    A la vuelta de Leeuwarden nos despedimos en el vestíbulo de mi casa con la firme convicción de cortar de raíz cualquier tipo de trato posterior a la estancia en la casita de campo. No fue necesario que ninguno de los dos lo manifestara con palabras, la intención de no volvernos a ver estaba implícita en esa última mirada que compartimos antes de cerrar la puerta. Era lo mejor. Jenkin tenía un familia de la que ocuparse y aunque la convivencia con Antje hubiera derivado al costumbrismo, no era razón suficiente para alargar un fin de semana que atesoraríamos en nuestros recuerdos por tiempo indefinido con encuentros fugaces. Al menos así fue durante unos meses.

    El teléfono sonó. Me desconcertó leer el nombre en la pantalla del móvil de la persona que llamaba. El corazón me dio un vuelco, no lo esperaba, pero al despabilarme, mi dedo no dudó un segundo hacia que icono desplazarse. Me he preguntado muchas veces qué hubiera pasado si no lo hubiera hecho. Si Jenkin hubiera insistido en hablar conmigo o hubiera captado mi falta de interés por retomar la relación que teníamos antes de viajar a Leeuwarden. Me equivoqué al rozar el icono verde en vez del rojo.
    -¿Cuándo nos vemos?
 Conciso no se valió de un pretexto para justificar la llamada. Tampoco lo necesitaba.Tenía ganada mi voluntad.
    -A partir de las siete estoy en casa.
    
    Y me dejé llevar... otra vez. Sucumbí a lo que sentía sin valorar si hacía lo correcto. Desprovista de cualquier tipo de consideración hacia Antje,  que por otra parte no merecía, me convertí en la amante de su marido durante años, esperando a que el hombre que compartíamos nos reubicara en su vida, a ella en calidad de ex mujer y a mi de pareja legítima.
    Medio año tardé en darme cuenta de que Jenkin no era el hombre idealizado a los quince años. Me ocultó al mundo. No permitía que transitara por las zonas que él frecuentaba y si coincidíamos por casualidad, me lo reprochaba como si fuera una niña pequeña que se había portado mal y luego me abrazaba y me decía que teníamos que ser cautos hasta que le contara a Antje que estaba enamorado de otra mujer. No le mencionaría mi nombre para evitar que hiciera conjeturas que concluyesen en que le había estado engañando. De ninguna de las maneas podía dejar que pensara que había sido desleal. Simplemente se había enamorado. Sin traiciones. Le habría respetado hasta el día en que se divorciasen.
    Estuve ciega mucho tiempo hasta la mañana que abrí los ojos y lo vi todo claro. No aguantaría un minuto más siendo la amante. Los Van Heley me recluyeron en un internado y en una habitación de su casa casi dos décadas y Jenkin delimitaba el perímetro por el que me podía transitar. Mi mundo se redujo a los encuentros en el apartamento. Diantha y Siem se mudaron a Londres y yo me quedé sola... Sola con él, al que me aferré con ganas.
    Una tarde salió al balcón y se cayó... intervine un poco. Sin querer.



78. La verdad

    -Llegué a Madrid huyendo de Ámsterdam... -miré a Cándida. No me creyó cuando el segundo día le confesé lo que iban a saber todos-. Es verdad que tiré a mi amante por el balcón por accidente.
    -No me lo puedo creer... no era broma.
 -Quedamos en el apartamento donde nos encontrábamos. Yo quería terminar la relación. Él estaba casado y yo cansada de esperar a que se divorciara de su mujer. Sin querer derramé una copa de vino sobre su camisa -en mis recuerdos rescatados de esa tarde, Jenkin hacía aspavientos con los brazos haciendo alusión a mi torpeza. Percibir otra vez su frialdad me entristeció-. Se enfadó. Mientras buscaba algo con que limpiar la mancha, salió al balcón sin que me diera cuenta. Al pasar por delante de la puerta abierta la empujé ignorando que él estaba afuera... Oí un grito desgarrador. Fue horrible- las manos empezaron a temblarme-. Me asusté mucho. Si la policía me encontraba allí, pensaría que la caída había sido intencionada y me fui. Recogí algunas cosas de mi casas y tomé el primer vuelo que salía del aeropuerto... El destino me era indiferente. Así llegué a España.
    Cándida me acercó un vaso de agua. Bebí poco a poco, intentando que el nudo que me oprimía el pecho disminuyera y que los pinchazos remitieran.
    -¿Te largaste sin comprobar cómo estaba? -a Daniel le importó poco que estuviera a punto de sufrir una crisis de ansiedad. Lo que estaba escuchando para él era inaudito. Un acto cobarde.
     -Entré en pánico. Al dejar el edificio por la puerta de atrás oí la sirena de la ambulancia, puede que fuera el coche policial, no lo sé y los murmullos de la gente.
    -¡Madre de Dios! -Trini volvió a santiguarse.
    -No sabía que estaba en el balcón -Cándida empatizó con las circunstancias con su mano acariciando mi espalda para insuflarme calor.
    -No le prestó auxilio -el hombre de ley insistió.
    -Estaba asustada -añadió Leonardo-. Cuando uno pierde el control sobre si mismo difícilmente puede actuar con sentido común.
    -Las pesadillas... -Claudio se pronunció- durante varios días fueron constantes.
    Asentí con la cabeza, más calmada,  y el vaso entre las manos.
    -Desde ese día mi vida es un calvario... las noches también -agaché la mirada antes de detenerla una migaja de hojaldre que solitaria pernoctaba encima del mantel-. No actué bien. Encadené un error tras otro... -bebí más agua-. Vuelvo a Ámsterdam para afrontar la situación. Tengo una familia a la que me gustaría conocer y voy a ser madre. No quiero vivir más tiempo con la incertidumbre de no saber qué pasará mañana.   
    -El miedo es irracional- adujo Isasi.
    -Buen pretexto -Daniel se recostó sobre el respaldo de la silla cruzando los brazos a la altura del pecho.
    -Si tuviera tu fortaleza mental no cargaría con lo que hice el resto de mi vida -mis palabras no le causaron mayor efecto que el de una carcajada irónica. A veces tenía la sensación de que se burlaba de mí.
    -Fue una caída accidental -Sofía, a quien la noche le estaba dando ideas para una novela de intriga,  acudió en mi rescate- El tipo se volvió loco y se cayó por el balcón...
    -No le demos más vueltas... -Cándida estuvo sentada a mi lado desde que empecé a contarles ese hecho de mi vida que tanto lamentaba, mostrándome su apoyo-. Cielo, no te martirices más, a lo hecho pecho. Aclara las cosas en Ámsterdam y vuelve cuando quieras, en casa no te faltará una cama donde dormir ni un cocido que degustar.
    -A Sofía y a mi nos complacería que visitaras El hidalgo cuando regreses.
    -Con el bebé -añadió la biznieta-. Quiero conocerle.
    Leonardo carraspeó.
    -Si necesitas un taxista hablador como yo no encontrarás ninguno.
    Sonreí levemente.
    -Gustoso me desplazaría desde Salamanca para volver a cenar con todos vosotros -el profesor se atusó el bigote.
    -¿Una infusión? -Trini se puso de pie como un resorte.
    Todos se quedaron un rato más, excepto Daniel, que se marchó reflexivo.
   En Madrid  había hecho amigos, pero también tenía un enemigo


domingo, 2 de julio de 2023

77. Leeuwarden

 

    Mientras despegaba los párpados percibí el silbido aflautado de los pajarillos madrugadores y claridad en el dormitorio. No estaba sola. Miré a mi acompañante unos segundos. Verle durmiendo no me causaba el más mínimo deseo de mantener los ojos sobre él en actitud contemplativa más de dos segundos. Me gustaba más despierto.
    
    Estábamos en Leeuwarden, tierra de Margaretha Geetruida Zelle, Mata Hari, a la que se le daba mejor mover las caderas con gracia que espiar. Una mujer que desprendía el desparpajo que a mi me faltaba. Jenkin alquiló una casita rural construida en madera, de dos dormitorios, salón y cocina en un único espacio y un baño. Lo que más me gustó fue el pequeño porche que precedía la entrada con una mesita redonda sobre la que una tetera vieja servía de recipiente a las flores silvestres y frescas, cortadas recientemente, y un par de sillas. Nos habíamos concedido un fin de semana sin propósitos ni planes, alejados del entrono y la rutina.

    Dos semanas atrás se había producido la comida con Antje, al volver a casa esa tarde, tras descubrir que era la responsable de que perdiera al bebé, llamé a Jenkin fuera de si.
    -Necesito verte.
    -¿Estás bien?
    -Ven.
    Le mandé la dirección de mi casa y al cabo de una hora al abrirle la puerta me abalancé sobre su boca y descargué en beso furtivo la desesperación y rabia que no abofetearon la cara de su esposa concentradas en mi mano. Jenkin me respondió con las ganas aumentadas por los años y paró cuando su cerebro fue perdiendo el control sobre su cuerpo estimulado. Con sus manos en mis mejillas y la respiración entrecortada, clavó los ojos en los míos.
    -A finales de mes tengo un viaje de trabajo. Ven conmigo.
    Acepté sin dudar.

    El doctor Brouwer participaba en una conferencia en el auditorio de la facultad de medicina a la que hubiera asistido de buen grado, si a él, no le hubiera parecido inapropiado que desconocidos nos viesen compartiendo el aire el mismo día. Ni siquiera aprobó que mientras estuviera conferenciando paseara por las calles de la ciudad y luego nos reuniéramos en un punto lo suficientemente alejado de la universidad para volver juntos a la casita, considerando imprudente, que a pesar de los cientos cuarenta kilómetros que nos desunían de Ámsterdam. Debí darme cuenta que tanta insistencia por esconder mi presencia era el indicio de la vida que me esperaba a su lado, sólo que entonces ni teníamos una relación ni pensaba que la íbamos a tener más adelante. Simplemente estábamos allí porque nos apetecía.

    Le complací y deambulé sola entre la hierba crecida que llegaba hasta las rodillas y bajo el sol primaveral de abril imbuida en mis pensamientos. Dispersas en el horizonte había casas de madera como la nuestra lo bastante retiradas de miradas curiosas que inquietaran a Jenkin.

    En tercero de filología salí un semestre con Noah, compañero de clase asiduo a la biblioteca. Ninguno de los dos se enamoró del otro. Congeniamos, nos gustamos y compartimos horas juntos los fines de semana. Romper la relación no fue dramático para ninguno de los dos. Ni nos echamos de menos, ni lloramos sobre hombros amigos, ni sufrimos lo indecible. Dejamos de vernos de forma natural paulatinamente, entendiendo que nuestro momento estaba pasando y perder el tiempo no se encontraba entre nuestras prioridades. Esos meses con él, constaté que Diantha tenía razón al afirmar que se pueden experimentar sensaciones, incluso placer, con personas a las que no te une el amor, tan sólo el deseo de explorar con todos los sentidos... Y eso hice. Descubrí que el cuerpo es un instrumento con infinidad de acordes y melodías y la música empezó a tener otro significado.
    Jenkin y yo compusimos una banda sonora que anticipamos concluiría en nuestro refugio de un fin de semana. No fue así.
    
    A punto de retornar al mundo real me percaté de que no tenía el móvil en el bolso. Lo buscamos por todas partes sin éxito.
    -Llámame -le pedí.
    La llamada sonó en el interior de la bolsa de viaje. La abrí para recuperarlo y vi el número desde el que Jenkin me había marcado. No lo conocía. Le miré extrañada  saliendo de la casita mientras él guardaba nuestras pertenencias en el maletero. 
    -¿Tienes dos dispositivos?
    Cerré la puerta con llave y se las tiré para que las cogiera al vuelo. Debíamos entregárselas al propietario en la dirección donde las habíamos recogido el día anterior.
    Agité el móvil en el aire.
    -No conozco éste número.   
    -Ah, sí -no contestó inmediatamente. Le noté apesadumbrado. Se acercó a mí y me rodeó la cintura por la espalda.- Es el móvil personal. Compré otro para hablar sólo contigo.
    No me engañó con el beso que depositó en mi mejilla antes de dirigirse al coche. La discreción respecto a cualquier tipo de relación que tuviéramos rebasaba límites. Para Jenkin existía cuando hablaba conmigo a escondidas o nos veíamos lo más lejos posible de nuestro entorno.
    -¿Nos vamos? -me sonrió con la puerta del coche abierta. 
    El amor hace que mires hacia otro lado cuando las primeras señales de que algo va mal aparecen. 
    Asentí pensativa.