A la vuelta de Leeuwarden nos despedimos en el vestíbulo de mi casa con la firme convicción de cortar de raíz cualquier tipo de trato posterior a la estancia en la casita de campo. No fue necesario que ninguno de los dos lo manifestara con palabras, la intención de no volvernos a ver estaba implícita en esa última mirada que compartimos antes de cerrar la puerta. Era lo mejor. Jenkin tenía un familia de la que ocuparse y aunque la convivencia con Antje hubiera derivado al costumbrismo, no era razón suficiente para alargar un fin de semana que atesoraríamos en nuestros recuerdos por tiempo indefinido con encuentros fugaces. Al menos así fue durante unos meses.
El teléfono sonó. Me desconcertó leer el nombre en la pantalla del móvil de la persona que llamaba. El corazón me dio un vuelco, no lo esperaba, pero al despabilarme, mi dedo no dudó un segundo hacia que icono desplazarse. Me he preguntado muchas veces qué hubiera pasado si no lo hubiera hecho. Si Jenkin hubiera insistido en hablar conmigo o hubiera captado mi falta de interés por retomar la relación que teníamos antes de viajar a Leeuwarden. Me equivoqué al rozar el icono verde en vez del rojo.
-¿Cuándo nos vemos?
Conciso no se valió de un pretexto para justificar la llamada. Tampoco lo necesitaba.Tenía ganada mi voluntad.
-A partir de las siete estoy en casa.
Y me dejé llevar... otra vez. Sucumbí a lo que sentía sin valorar si hacía lo correcto. Desprovista de cualquier tipo de consideración hacia Antje, que por otra parte no merecía, me convertí en la amante de su marido durante años, esperando a que el hombre que compartíamos nos reubicara en su vida, a ella en calidad de ex mujer y a mi de pareja legítima.
Medio año tardé en darme cuenta de que Jenkin no era el hombre idealizado a los quince años. Me ocultó al mundo. No permitía que transitara por las zonas que él frecuentaba y si coincidíamos por casualidad, me lo reprochaba como si fuera una niña pequeña que se había portado mal y luego me abrazaba y me decía que teníamos que ser cautos hasta que le contara a Antje que estaba enamorado de otra mujer. No le mencionaría mi nombre para evitar que hiciera conjeturas que concluyesen en que le había estado engañando. De ninguna de las maneas podía dejar que pensara que había sido desleal. Simplemente se había enamorado. Sin traiciones. Le habría respetado hasta el día en que se divorciasen.
Estuve ciega mucho tiempo hasta la mañana que abrí los ojos y lo vi todo claro. No aguantaría un minuto más siendo la amante. Los Van Heley me recluyeron en un internado y en una habitación de su casa casi dos décadas y Jenkin delimitaba el perímetro por el que me podía transitar. Mi mundo se redujo a los encuentros en el apartamento. Diantha y Siem se mudaron a Londres y yo me quedé sola... Sola con él, al que me aferré con ganas.
Una tarde salió al balcón y se cayó... intervine un poco. Sin querer.