sábado, 10 de junio de 2023

69. Pozoña

Heleentje sembró la duda en Antje, que días después de verse en la cafetería, analizó mentalmente la imágenes retenidas en la memoria. Creyó detectar en la expresión del marido, un destello ilusorio propio del enamoramiento que le preocupó. Los pensamientos se manifestaron en su cabeza en espiral. Se preguntó por qué Jenkin no le había mencionado nuestro encuentro si es que era casual. Elucubró dos respuestas satisfactorias: o bien se le había olvidado o simplemente no le había dado importancia. Ella misma no le contaba siempre los conocidos con los que coincidía en cualquier parte. Sin embargo, tratándose de mí, por el cariño que ambos me dispensaban desde los tiempos del St. Liselot, motivados por el desabrido e los van Heley, consideraba que debía haberlo sabido. Tener noticias mías era agradable. La mente se le llenó de nubes negras repitiéndose una y otra vez que no se cuenta lo que se quiere ocultar. La imagen de la mano sobre mi vientre apareció de pronto como en una pantalla panorámica. En el gesto había ternura. En sus tres embarazos, al padre de sus hijos le gustaba acariciar su barriguita y preguntarles a los nonatos cómo les había ido el día para después contarles cómo había sido el suyo.

    Un domingo en la cocina de los Brouwer, ella pelaba y cortaba verduras para preparar la comida mientras él se tomaba un aperitivo con un ojo puesto en el salón,
donde los niños jugaban a construir y derribar castillos con sus libros infantiles.
    Antje le tanteó.
    -He estado pensando en Sancha. Me gustaría invitarla a comer a casa, pero no sé como localizarla. 
    Observó la reacción de Jenkin. No se inmutó. Le dio un mordisco al pan tostado untado de foie gras de salmón distraído. Mi nombre no le provocaba ninguna tensión. Sus músculos permanecieron relajados. Antje interpretó la actitud como positiva, concluyendo que si entre nosotros existiera una relación amorosa, la respuesta hubiera tenido un componente nervioso.    
    -El otro día tomando café con un amigo en una cafetería la vi con un compañero de trabajo. Nos saludamos un momento. Me comentó que trabajaba en el edificio de enfrente. Podríamos llamar a la editorial y preguntar por ella.
    Antje volvió a tensarse. Que no mencionara el nombre del amigo la inquietó y que tomara café en las inmediaciones de mi lugar de trabajo, la puso en alerta. Perdiendo todo sentido común empezó a malpensar sin freno.
    -Ah sí,  ¿cuándo fue eso?
    -Hace un par de semanas - Jenkin se untó otra tostada de foie gras.
    -¿Y que tal está?
    -Bien. No hablamos mucho, los dos estábamos ocupados.
    Antje fabuló que el embarazó se me notaría entonces y que Jenkin se hubiera percatado de que estaba esperando un hijo... a no ser que el hijo fuera de él y la relación que se podría interpretar en la fotos era real. Levantó el cuchillo y lo dejó caer con fuerza sobre la tabla de madera de cortar. Jenkin la mieró sobresaltado.
    -Se me ha escapado.

    Unos días más tarde yo estaba sentada en el sofá del salón de su casas.
    Jenkin estaba en el hospital y los niños con los abuelos. Contactó conmigo a través de la editorial. Me extrañó que Jenkin no le diera mi teléfono personal, aunque no le mencionara que hablábamos a menudo.
    Me enseñó la casa de dos plantas en la que vivían y charlamos de los tiempos del St. Liselot y en cómo habían cambiado nuestras vidas a lo largo del tiempo, mientras nos tomábamos una infusión de poleo menta que se conservaba caliente en la tetera.
    Al cabo de una hora y media noté un pinchazo agudo en el bajo vientre. Llevaba un jersey holgado que disimulaba la barriguita de cuatro meses y qeu cualquiera hubiera podido pensar que el vientre hinchado se debía a un exceso de gases. Antje no me preguntó por el embarazo y yo tampoco saqué el tema a colación.
    -¿Te encuentras bien?
    -Sí, pero necesito ir al baño.
    -Claro, te acompaño.
    Por el camino se repitieron los pinchazo que cada vez crecían en intensidad. Antje fingió preocupación a la vez que trataba de calmarme con un cinismo exasperante. La repentina indisposición era producto de sus celos.
    Salí del baño muerta de miedo. Estaba manchando. Apenas podía mantenerme en pie. La señora Brouwer, solícita y entregada como era costumbre en ella, tomó la iniciativa. Rodeó mi cintura con un brazo mientras con el otro me ayudaba a caminar. El dolor se intensificaba con cada paso. La piernas no sostenían el peso de mi cuerpo.
    -Vamos al hospital.
    En dos horas perdí al hijo de Siem y Yani.
    Antje había sacrificado al bebé.
   

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