
Un domingo en la cocina de los Brouwer, ella pelaba y cortaba verduras para preparar la comida mientras él se tomaba un aperitivo con un ojo puesto en el salón,
donde los niños jugaban a construir y derribar castillos con sus libros infantiles.
Antje le tanteó.
-He estado pensando en Sancha. Me gustaría invitarla a comer a casa, pero no sé como localizarla.
Observó la reacción de Jenkin. No se inmutó. Le dio un mordisco al pan tostado untado de foie gras de salmón distraído. Mi nombre no le provocaba ninguna tensión. Sus músculos permanecieron relajados. Antje interpretó la actitud como positiva, concluyendo que si entre nosotros existiera una relación amorosa, la respuesta hubiera tenido un componente nervioso.
-El otro día tomando café con un amigo en una cafetería la vi con un compañero de trabajo. Nos saludamos un momento. Me comentó que trabajaba en el edificio de enfrente. Podríamos llamar a la editorial y preguntar por ella.
Antje volvió a tensarse. Que no mencionara el nombre del amigo la inquietó y que tomara café en las inmediaciones de mi lugar de trabajo, la puso en alerta. Perdiendo todo sentido común empezó a malpensar sin freno.
-Ah sí, ¿cuándo fue eso?
-Hace un par de semanas - Jenkin se untó otra tostada de foie gras.
-¿Y que tal está?
-Bien. No hablamos mucho, los dos estábamos ocupados.
Antje fabuló que el embarazó se me notaría entonces y que Jenkin se hubiera percatado de que estaba esperando un hijo... a no ser que el hijo fuera de él y la relación que se podría interpretar en la fotos era real. Levantó el cuchillo y lo dejó caer con fuerza sobre la tabla de madera de cortar. Jenkin la mieró sobresaltado.
-Se me ha escapado.
Unos días más tarde yo estaba sentada en el sofá del salón de su casas.
Jenkin estaba en el hospital y los niños con los abuelos. Contactó conmigo a través de la editorial. Me extrañó que Jenkin no le diera mi teléfono personal, aunque no le mencionara que hablábamos a menudo.
Me enseñó la casa de dos plantas en la que vivían y charlamos de los tiempos del St. Liselot y en cómo habían cambiado nuestras vidas a lo largo del tiempo, mientras nos tomábamos una infusión de poleo menta que se conservaba caliente en la tetera.
Al cabo de una hora y media noté un pinchazo agudo en el bajo vientre. Llevaba un jersey holgado que disimulaba la barriguita de cuatro meses y qeu cualquiera hubiera podido pensar que el vientre hinchado se debía a un exceso de gases. Antje no me preguntó por el embarazo y yo tampoco saqué el tema a colación.
-¿Te encuentras bien?
-Sí, pero necesito ir al baño.
-Claro, te acompaño.
Por el camino se repitieron los pinchazo que cada vez crecían en intensidad. Antje fingió preocupación a la vez que trataba de calmarme con un cinismo exasperante. La repentina indisposición era producto de sus celos.
Salí del baño muerta de miedo. Estaba manchando. Apenas podía mantenerme en pie. La señora Brouwer, solícita y entregada como era costumbre en ella, tomó la iniciativa. Rodeó mi cintura con un brazo mientras con el otro me ayudaba a caminar. El dolor se intensificaba con cada paso. La piernas no sostenían el peso de mi cuerpo.
-Vamos al hospital.
En dos horas perdí al hijo de Siem y Yani.
Antje había sacrificado al bebé.
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