sábado, 19 de marzo de 2022

52. La merienda


    La verja tardó en abrirse unos cinco segundos.
    Avancé por el camino de gravilla insegura, con un nudo opresor en el pecho y la vista borrosa fija hacia donde se dirigían mis pies.
    Desde la parte de atrás de la mansión vislumbré a los San Bernardo correr en mi dirección. Cuando me dieron alcance nos detuvimos al tiempo. Me observaron orientado el hocico hacia mí para olisquearme en la búsqueda de cualquier resquicio de aroma familiar. Desconozco si me confundieron con Cintia, pero permitieron que les acariciara el lomo e incluso les gustó que tomara la iniciativa de hacerlo. Juntos recorrimos la distancia que se interponía hasta el porche, donde nos separamos. Al llegar a la entrada, la puerta se abrió y al otro lado apareció Andrés, a quien la antigua señora había rebautizado como André, porque le parecía más sofisticado que los empleados de la mansión adoptaran la versión francesa de sus nombres. El mayordomo no era dado a reflejar emoción alguna que le delatase, pero en esa ocasión el asombro que percibí podía deberse al parecido con mi hermana o a que no albergaba esperanzas de que el taxista me trasladara el mensaje y acudiese a la mansión. Se retiró cediéndome el paso.    
    -El señor Federico le espera. Acompáñeme, por favor.
    Osorio me esperaba. Que intuyera que aceptaría la invitación podría inducirle a pensar  que buscaba respuestas.
    Seguí a Andrés por el vestíbulo de ochenta metros que se ajustaba a la descripción leída en el manuscrito, con unas escaleras centrales de mármol al fondo que ascendían a otras estancias de la finca. Los dormitorios de la planta baja los ocupaban Federico y Cintia, que dormían separados, y en el pasillo paralelo el servicio.
    El mobiliario era antiguo y los retratos que decoraban las paredes me sonaban sin haberlos visto antes. La mansión era como la imaginaba.
    Nos detuvimos delante de una puerta cerrada que Andrés golpeó con los nudillos antes de entrar. Era la salita del te, donde Federico recibía las visitas.
    -La invitada ha llegado, señor.
    Me indicó que pasara con un movimiento afirmativo de la cabeza y se aproximó hacia el señor.
    -Por fin nos conocemos -se enderezó con dificultad ayudado por el mayordomo, que le sostenía por un brazo.
    -No se levante, por favor.
    Me acerqué a él apresurada. Me pareció tan frágil que temí que por no perder la cortesía sufriera un accidente desafortunado.
    Tendió la mano hacia mí. Se la estreché agradeciendo en silencio que tomara las riendas de la situación. Puso su otra mano sobre la mía con gesto paternal... o de abuelo a nieta... ¿Qué supondría mi presencia para él? 
    -Celebro recibirte. Tenemos asuntos sobre los que conversar, aunque me temo que no podamos tratarlos hoy todos. Estoy sujeto a achaques de la edad y me fatigo con extraordinaria facilidad -asentí comprensiva-. Andrés, por favor, que nos traigan la merienda -el mayordomo acomodó a Federico en la butaca y salió servicial de la sala. Su mirada satisfactoria me alivió-. Lo sé todo, querida.                                             

No hay comentarios:

Publicar un comentario