Avancé por el camino de gravilla
insegura, con un nudo opresor en el pecho y la vista borrosa fija hacia donde
se dirigían mis pies.
Desde la parte de atrás de la mansión
vislumbré a los San Bernardo correr en mi dirección. Cuando me dieron alcance
nos detuvimos al tiempo. Me observaron orientado el hocico hacia mí para
olisquearme en la búsqueda de cualquier resquicio de aroma familiar. Desconozco si me confundieron con Cintia,
pero permitieron que les acariciara el lomo e incluso les gustó que tomara la
iniciativa de hacerlo. Juntos recorrimos la distancia que se interponía hasta
el porche, donde nos separamos. Al llegar a la entrada, la puerta se abrió y al
otro lado apareció Andrés, a quien la antigua señora había rebautizado
como André, porque le parecía más sofisticado que los empleados de
la mansión adoptaran la versión francesa de sus nombres. El mayordomo no era
dado a reflejar emoción alguna que le delatase, pero en esa ocasión el asombro
que percibí podía deberse al parecido con mi hermana o a que no albergaba
esperanzas de que el taxista me trasladara el mensaje y acudiese a la mansión. Se retiró cediéndome el
paso.
-El señor Federico le espera.
Acompáñeme, por favor.
Osorio me esperaba. Que intuyera que aceptaría la invitación podría
inducirle a pensar que buscaba respuestas.
Seguí a Andrés por el vestíbulo de
ochenta metros que se ajustaba a la descripción leída en el manuscrito, con
unas escaleras centrales de mármol al fondo que ascendían a otras estancias de
la finca. Los dormitorios de la planta baja los ocupaban Federico y Cintia, que
dormían separados, y en el pasillo paralelo el servicio.
El mobiliario era antiguo y los retratos
que decoraban las paredes me sonaban sin haberlos visto antes. La mansión era como la imaginaba.
Nos detuvimos delante de una puerta
cerrada que Andrés golpeó con los nudillos antes de entrar. Era la salita del
te, donde Federico recibía las visitas.
-La invitada ha llegado, señor.
Me indicó que pasara con un movimiento
afirmativo de la cabeza y se aproximó hacia el señor.
-Por fin nos conocemos -se enderezó con
dificultad ayudado por el mayordomo, que le sostenía por un brazo.
-No se levante, por favor.
Me acerqué a él apresurada. Me pareció tan
frágil que temí que por no perder la cortesía sufriera un accidente
desafortunado.
Tendió la mano
hacia mí. Se la estreché agradeciendo en silencio que tomara las riendas de la
situación. Puso su otra mano sobre la mía con gesto paternal... o de abuelo a
nieta... ¿Qué supondría mi presencia para él?
-Celebro
recibirte. Tenemos asuntos sobre los que conversar, aunque me temo que no
podamos tratarlos hoy todos. Estoy sujeto a achaques de la edad y me fatigo con
extraordinaria facilidad -asentí comprensiva-. Andrés, por favor, que nos
traigan la merienda -el mayordomo acomodó a Federico en la butaca y salió
servicial de la sala. Su mirada satisfactoria me alivió-. Lo sé todo, querida.
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