Ese verano decliné hospedarme en la
residencia de los Bakker. Por las mañanas me desplazaba desde Amsterdam a
Almere para ir a la asociación St. Johannes y al caer la tarde
volvía a casa. Dormía mal, comía poco y durante el día estaba irascible y torpe
con pensamientos obsesivos martilleándome la cabeza sin tregua que derivaban en
el mismo hombre: Niek.
Las ojeras, la pérdida de peso y la
apatía de los últimos días alarmaron a mis amigos que no entendían la razón por
la que no compartía con ellos mis inquietudes, distanciándome de las dos únicas
personas que siempre han estado a mi lado, pese al empeño de alejarlas de mi
vida para que no fueran la diana sobre la que que los Van Heley tiraran vilmente sus dardos.
-Aquí nos esquivas -Diantha se sentó por
sorpresa junto a mí en el banco del parque donde iba al medio día con un
recipiente de comida que apenas probaba, al que me había seguido después
de terminar la jornada en la asociación. En las tardes estivales aún daba
clases particulares a los mellizos Smiths, que habían cumplido once años-.
No puedo mejorar las vistas, pero tengo oídos.
Estaban al tanto del encuentro con Jenkin en la
calle y el acercamiento entre ambos. Aunque estaba
convencida de que no volvería a pasar semejante manifestación de deseo incontrolable,
sentía que había traicionado a Antje, faltándole al respeto y rememorar el
momento aumentaba la culpabilidad. Para ellos la situación era normal y el
responsable de una deslealtad que no se había producido, era quien estaba
casado, no yo.
-Oídos pacientes, espero.
Fijó la vista en el tapeware que destapé
con la ensalada mustia preparada de madrugada.
-¿Solo vas a comer eso? -suspiró
reprobadora-. Te estás consumiendo dentro de la ropa. No te distingo de tu
sombra -se puso de pie con energía-. Ven a casa a comer... Si lo prefieres
llamo a Siem e improvisamos.
-No tengo apetito -volví a tapar la
ensalada desganada-. Tengo que deciros algo. Si el viernes estáis disponibles
os lo cuento.
-No tienes que pedir cita para hablar
con nosotros... Estás rara. Te aíslas como lo estabas antes del primer
verano aquí. No eres quien te costó tanto ser y cada vez te pareces más a
quien fuiste y no te gustaba.
No quería ser quien los Van Heley
pretendían, ni vivir una vida estereotipada.
Tomaría la decisión adecuada para todos
y después dejaría que la vida siguiera su curso.
En el atardecer del viernes, paseamos un rato por la playa hablando
sobre banalidades que rompieran el hielo de mi hermetismo. Diantha y Siem me
allanaron el camino para que no me costase tanto intervenir, expectantes.
Nos sentamos a orillas del mar. Quise
que fuera el mismo lugar donde empecé a despertar, a conocer a una extraña, a
descubrir quién era bajo un tapiz azul marino oscuro salpicado de lunares
blancos fosforescentes.
A principios de septiembre iniciaría una
nueva etapa. Un periodo de tránsito necesario. Noté que me observaban mientras
admiraba el horizonte, la unión perfecta entre mar y cielo. Dibujé el símbolo
del infinito sobre la arena. Respiré profundamente y me atreví a mirar unas
caras que suplicaban que no alargara aún más el silencio. Era el momento.
-Me caso.
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