Cuando bajé me encontré a la gerente y
al taxista discurriendo sobre como conseguir que las albóndigas quedasen esponjosas,
ella sentada detrás del mostrador, él bañado en colonia pour homme, con las manos en los bolsillos. Empecé a sospechar
que era el pretexto de Leonardo para volver a ver a Cándida, a quien me constaba tenía en buen concepto. Le seguí la corriente por
si estaba en lo cierto. Su departir me hizo sonreír. A ambos un desengaño
amoroso los había golpeado y ambos se habían propuesto blindarse contra
cualquier tipo de sentimiento hacia el sexo opuesto para evitar flaquear nunca
más. No contaban con
que hay mecanismos internos incontrolables que nos hacen caer una y otra vez.
-Afuera llueve a cántaros. Le he dicho a
Leonardo que mejor esperase aquí dentro -Cándida refulgía de esplendor. Estaba
ilusionada. Su explicación sonó a excusa.
La claridad con la
que había amanecido no hacía presagiar la tormenta que se desencadenó por la
tarde. El cielo se había tornado de un predominante gris plomizo.
-Ha hecho muy bien. No podemos correr el
riesgo de que Leonardo enferme -exageré la entonación.
-No, no, de ninguna manera -apuntó
Cándida sobrecogida, imaginándose al taxista en cama acatarrado.
-Le espero en la puerta.
Me adelanté para que se despidieran
tranquilamente, más que con el don de las palabras, con el de la mirada en el
lenguaje cómplice que comenzaban a crear.
Cuando Leonardo me alcanzó al poco,
habló en susurros.
-Tengo que contarle algo... -sus ojos
desprendían entusiasmo-. ¿Vamos a El Temple?
No respondí. El estómago se me
descompuso. Lo seguí pegada a la pared de los edificios bajo cuyas cornisas nos
refugiamos hasta llegar a la cafetería.
Ocupamos el extremo más retirado de la
barra, mi interlocutor con un zumo de piña por "su alto contenido en
vitamina C, que protege contra virus y bacterias”, según entendí con el corazón
acelerado, y yo una manzanilla para paliar la acidez que ascendió por el
esófago culminando en la garganta.
-Ayer recibí una llamada -consultó su
reloj comprobando que faltaban unos minutos para las siete- sobre esta hora...
"pregunto por el señor Popucho" me dijo un hombre muy fino y
educado... "le atiende, dígame" -Leonardo adoptó voz grave para
interpretar el papel del interlocutor de la tarde anterior-. "Mi nombre
es Andrés, le llamo de parte del señor Osorio" -los gases se amotinaron en
el lado derecho del abdomen amenazantes- "las cámaras de seguridad de la
propiedad donde reside, captaron hace unos días su vehículo aparcado en la
calzada de enfrente. El señor Federico está interesado en entrevistarse con la
joven que descendió del vehículo y se acercó a la verja.
-¿Quiere verme?
-Espere, que la cosa no queda ahí -se aclaró la voz
con ayuda del zumo-. "¿Nos podría ayudar a localizarla?". Le conté
que la relación que se establece entre usuario y taxista es confidencial y no
podía desvelar información sobre los mismos... La verdad es que no hay para
tanto, pero no perdí ocasión de hacerme el interesante... -se rió-. El hombre
se hizo cargo... "En caso de que vuelva a necesitar sus servicios,
trasmítale, por favor, que el señor Federico Osorio estaría encantado de
recibirla en su casa cualquier tarde a las cuatro y compartir conversación y
refrigerio con ella".
Me quedé blanca.
Leonardo preocupado cogió la taza con la
manzanilla y me la dio a beber.
-La acompaño al hostal.
El ex marido me mi hermana estaría
encantado de recibirme en la mansión. En las memorias Cintia dejaba entrever
que seguían manteniendo una relación afectuosa con él a través del mayordomo, Andrés, la persona
que había contactado con Leonardo, que sujetándome por la cintura, después de
pagar las consumición, me acompañó hasta la puerta, donde empecé a recuperar
el color al respirar el aire impregnado de lluvia.
Localizar el propietario del taxi les
había resultado sencillo deteniendo las imágenes captadas por las cámaras desde
varios ángulos, en la que debía verse claramente, la licencia que el taxi
exhibía en la luna. Una llamada al departamento correspondiente del
ayuntamiento de Madrid y el teléfono de Popucho a su abasto.
Si Federico Osorio hubiera querido que mi hermana le
visitase, se lo hubiera pedido directamente. No había margen de error, el
anciano conocía mi existencia.
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