El 18 de marzo de 2008 no imaginaba mientras
desayunaba un bol con cereales sentada en la terraza, contemplando a dos
periquitos picoteando una de las zonas ajardinadas que precedían la entrada al
edificio donde vivía, que esa noche no dormiría en casa.
Mi habitación en el piso de alquiler era
pequeña y acogedora, lo contrario al amplio dormitorio que los Van Heley
dispusieron que ocupara las temporadas que pernoctaba allí durante las
vacaciones del St. Liselot. Decorado de forma austera, crecí
entre muebles deprimentes como el ambiente que copaba cada una de las estancias
del matrimonio.
Los diez metros ocupados por una cama,
un armario de dos puertas y un escritorio en madera de pino me hacían dichosa alimentando la calma. Era mi
hogar, el refugio seguro que había elegido. No necesitaba más.
El día empezó como
cualquier otro: clases por la mañana en la facultad; de dos y media a tres,
comía lo que me hubiera preparado en un tape la noche anterior en las
inmediaciones del recinto y a las tres empezaba el turno en la biblioteca de la universidad, sin embargo, terminó como
menos podía esperar, tirada sobre el asfalto.
Entorno a las ocho y cuarto de la tarde,
después de terminar la jornada, en el semáforo de la calle De Boelelaan esquina Van
der Boechorststraat, un coche me embistió saltándose el semáforo rojo e
invadiendo el carril bici por el que transitaba de regreso al piso, haciéndome
caer sobre el lado izquierdo del cuerpo. Recuerdo ligeramente y de forma
confusa maniobrar para evitar la colisión al percatarme del avance del vehículo,
pero todo sucedió tan rápido que los segundos transcurrieron sin esperarme.
Los transeúntes que presenciaron la
escena acudieron a socorrerme arremolinándose a cierta distancia para evitar
que me abotargara. La politie tardó menos de diez minutos en
llegar, poco después lo hizo la ambulancia con un médico y un enfermero.
Intenté enderezarme varias veces, convenciéndome de que estaba bien, que solo
era un golpe, algunos rasguños sin importancia, aunque me dolieran todos los
huesos del cuerpo por el impacto recibido, pero las personas que me custodiaron
hasta que los profesionales tomaron el mando de la situación, preocupados, me los desaconsejaron
ostensiblemente. Alguien me echó una chaqueta de lana por encima del cuerpo al
verme temblar como la llama titilante de una vela.
El casco evitó que el golpe en la cabeza
fuera mayor, aún así utilizaron un inmovilizador craneal y un collar cervical
como medida preventiva y con sumo cuidado los facultativos me trasladaron a la
camilla después de liberarme de la bicicleta, que aún seguía entre mis piernas,
con los pies sujetos a los pedales. Afligida y dolorida fue consciente a ratos
de lo que ocurría a mi alrededor. La politie se encargó de despejar la zona y reactivar la circulación. Entre las numerosas personas que
se detuvieron una voz olvidada se lamentaba una y otra vez como si sus palabras
fueran un mantra que me martillearon las sienes produciéndome un tremendo dolor
de cabeza. El pasado se hacía presente.
-Lo siento, lo siento... no sé qué ha pasado, he perdido el control, lo siento,
lo siento. Dios, qué he hecho…
En
la confusión y enfocando las imágenes a través del rabillo del ojo intuí como
un policía apartaba a la dueña de la voz y le pedía que le acompañara a la
comisaría para tomarle declaración sobre el atropello.
Cuando la camilla se inclinó ligeramente para introducirme dentro de la
ambulancia, la vi con claridad. Sin pronunciar una sola palabra entendí el
mensaje que me enviaba con la cara abnegada de falsas lágrimas y su habitual
sonrisa victoriosa: "Espero que no regreses nunca".
Heleentje era la conductora.
NOTAS DE INTERÉS
De Boelelaan & Van der Boechorststraat: interseción con carril para bicicletas en el barrio de Buitenveldert, donde se ubican varias sinanogas y colegios judíos a pocos metros de la Vrije Universiteit Amsterdam, en el districto de Zuideramstel (sur de Amsterdam).
Otro misterio más en tu vida.
ResponderEliminarMe tienes en ascuas.
Si te llamo ¿me lo cuentas?
Un beso.
Todo a su debido tiempo.
ResponderEliminarMerece la pena esperar.
Un beso.
Sancha.