No lograba concentrarme en
la traducción de la novela ni en nada que requiriese de un mínimo de atención.
"Memorias de una
jeta" me
generaba un estado de nerviosismo permanente que no soliviantaba iniciando
otras actividades que me distrajeran. Había algo en aquellas páginas que me atraían y
producían rechazo a la vez. Aquella historia ficticia me ponía la piel de
gallina como si las similitudes con el personaje principal no fueran más que
meras coincidencias y nos uniera un vínculo real. La traducción era sencilla,
por la simplicidad de la narrativa, debía tratarse de una escritora amateur,
sin embargo, me estaba costando trabajo terminarla. En la editorial no me
habían puesto una fecha de entrega, pero presentía que cuanto antes terminase
el encargo, antes recuperaría la energía que me
estaba absorbiendo día a día.
Apagué exasperada el portátil, experimentando una
nueva oleada de debilidad y malestar en el estómago. Me calcé unas
zapatillas deportivas, me puse la cazadora vaquera sobre el vestido azul marino
estampado que me proporcionaba comodidad y con el bolso a modo de bandolera
abandoné la habitación hiperventilando.
Caminé ignorando por donde
lo hacía, tal era el colapso mental que no sé en qué momento me alejé de las zonas cercana al hostal que conocía. Necesitaba huir de mí
misma para que la sensación de inestabilidad desapareciera. Me hubiera golpeado
la cabeza contra la pared, arañado la cara, arrancado los pelos de la cabeza
para no sentirme prisionera de mis temores.
Llegué a la puerta de unos
jardines. Me adentré en ellos.
El capricho de la duquesa de Osuna ideado en el siglo XVIII y materializado
definitivamente en el siglo siguiente es mi refugio desde esa mañana.
Acudo allí cada vez que necesito evadirme perdiéndome en sus catorce hectáreas. Los árboles que apenas dejan
insinuarse al cielo con la frondosidad de sus copas y la luz sombría de la zona
boscosa, me calman.
El sonido de los pies al
abrirse camino entre las hojas caídas me resulta placentero al punto de
producirme un cosquilleo interno agradable.
Adentrándome en el bosque, caminando sin sentido, percibí que alguien seguía mis
pasos a cierta distancia. Podría ser cualquier paseante que disfrutara del
entorno distraído con los sonidos de
las aves... Quizás elegir
esa senda poco transitada no había sido una buena idea. No me lo pareció cuando
noté una presencia tras de mí, observándome. Recordé, presa del terror, el
artículo de una revista que había leído de pequeña sobre los habitantes ocultos
de los bosques, personajes que sólo conocía a través de los cuentos, hadas,
duendes, ninfas o gnomos, a los que antes de entrar en su hogar había que pedir
permiso para no perturbar su armonía abruptamente. Hubiera preferido que un
serecillo diminuto me amonestase por haber invadido su espacio a que un ser
humano me estuviera vigilando.
Me giré sin pensarlo y vi a un hombre alto, delgado
de cabello rubio y ojos claros que se detuvo de repente por la sorpresa de mi
improvisado movimiento.
Me desmayé.
NOTAS DE INTERES
Los Van Heley dan miedo.
ResponderEliminarUn beso.
Se lo perdí con los años.
ResponderEliminarUn beso.
Sancha.