El corazón me dio un
vuelco invadiéndome una sensación de paz que liberó la tensión acumulada. Mi
cuerpo pesaba lo mismo que una pluma, ligera como el pétalo que se desprende de
la flor y zarandeada llega al suelo.
Me atreví a levantar la vista de mis
manos, cruzadas sobre la falda del uniforme y a mirarle con reservas. La
vergüenza que me producía la incómoda situación había impedido que lo hiciera
antes, desgastando una y otra vez con los ojos las baldosas blancas del suelo
desde mi entrada a la consulta. La madre Ingeberg había informado al doctor
Brouwer sobre las circunstancias por las que que había sido requerida su
intervención y me preocupaba que el hombre del que estaba enamorada se formara una idea equivocada de mí. Sentada encima de la camilla con las rodillas juntas rozándole un muslo no pude contener más tiempo
las lágrimas y me eché a llorar. Lo hacía desde la tarde anterior sin encontrar
consuelo en las palabras con
que Diantha se esforzó en animarme, después de que le contara lo sucedido
en el despacho de dirección.
Jenkin me creía.
Le bastó una respuesta negativa
a su pregunta acerca de si había tenido encuentros íntimos con un hombre para
saber que no mentía. A los Van Heley le
hacía falta una exploración médica para convencerse de que su nieta no
estaba mancillada como sospechaban. No me conocían en absoluto. Les conocía
demasiado bien.
-No voy a
examinarte para escribir el informe. Terminarás el curso en el St.
Liselot.
Jenkin me tuteó derribando
la barrera invisible que separaba el grado inferior de la jerarquía del colegio
de un grado superior que le daba el cargo. Su proximidad y afecto me
insuflaron el calor que no hallé en mi familia. Puso las manos en mis mejillas
y me retiró las lágrimas con los índices suavemente, como lo haría un padre con
un hijo. Las pulsaciones se me dispararon a mil. La dulzura de su rostro mientras
me consolaba ofreciéndome su apoyo me turbaron... ¿hubiera tenido el mismo
gesto con cualquier otra alumna del internado? Pensé en su mirada distinta a la
vuelta de las vacaciones del verano anterior. O tal vez la distinta era yo y
la irradiación que destilaba mi felicidad le indujo a verme acorde al viraje
iniciado en Almere.
Empezó a incomodarme la idea
de que aquello no estaba bien. Esas primeras caricias a las que le sucedería
muchas otras al cabo del tiempo sin que ninguno de los dos lo pudiera imaginar
entonces, debían detenerse, imponiéndose la sólida barrera que nos dejaría a
cada uno de nosotros en lados
opuestos.
Recordando aquel
momento echo de menos al Jenkin que me arrebató el corazón, al que hizo que
perdiera la cabeza aceptando una relación que no nos conducía a ninguna parte.
-Algún día olvidarás esto.
Se apartó de mí adoptando el
rol de médico de un internado femenino consciente de que se había extralimitado
en sus funciones de facultativo y se dirigió al escritorio metiendo las manos
en los bolsillos de la bata blanca.
-Puede marcharse señorita Van Heley.
Bajé de la camilla y me encaminé hacia la puerta. Antes de abrirla le miré. Sus
ojos ya no me buscaban, se perdían en los papeles que ocupaban la superficie de
la mesa.
-Gracias, doctor.
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