Mi hija adelantó su llegada dos semanas. Eligió el mejor momento para que la conociéramos y empezara a anclarse en su mente la visión de nuestros sinuosos rostros contemplados desde su corta edad.
Cuando la tuve sobre mi pecho, recién nacida, todo quedó atrás. Mi vida anterior dejó de pesarme e inicié una nueva andadura en la que no estoy sola. Con su manita arrugada tomando contacto con mi piel, por vez primera me sentí colmada de felicidad y no podía detener la sonrisa de complacencia que afloraba en mis labios.
Esos días de finales de diciembre, Siem, Yani y Bered se hospedaron en el hostal de Cándida, que no admitió reservas de otros clientes para esas fechas y colgó un cartel en la puerta del establecimiento informando de que estaría cerrado hasta Reyes. Diantha y Maas ocuparon su habitación dos días más tarde. Retrasaron el viaje debido al concierto que la Folkloric Band daba en Royal Albert Hall de Londres.
Fue idea de mi madre invitar a cenar la última noche del año a todas las personas que formaban parte de mi vida, en agradecimiento al apoyo brindado y a los cuidados dispensados durante su forzada ausencia.
Cándida y Leonardo formalizaron su relación en Nochebuena, aprovechando que los hijos y nietos de la renovada mujer en quien se había transformado la gerente del hostal, pasarían una semana en Madrid, como sucedía cada año. Leonardo, el afable conductor que no sólo parece bonachón sino que lo es sin duda, cayó bien a los miembros de la familia, que vieron con buenos ojos que su madre y abuela tuviera una ilusión. Los últimos tiempos la habían percibido risueña cuando hablaban por teléfono con ella y Daniel les había adelantado que estaba trabando amistad con un buen tipo, que había obrado el milagro de hacerla sentir dichosa. En contrapartida, el policía al que tanto temí meses atrás y que ahora es otro de mis sostenes, terminó la relación que mantenía con una compañera de trabajo a principios de diciembre, pero lejos de considerarlo un fracaso, su entorno, al que pertenezco, consideramos que estaba abierto a mantener relaciones largas si las circunstancias se daban y no las evitaría como antaño.
Federico y su fiel escudero no faltaron a la velada. Andrés se sentó a la mesa como un comensal más, pese a que cuando le pedimos que lo hiciera, declinó el ofrecimiento alegando que sería más útil sirviendo la cena, agradecido por la deferencia hacia su persona.
-André, esta noche y el resto de los días venideros ocuparás el lugar de amigo que te corresponde -Cintia abrió los brazos en cruz abarcándonos a los presente en el espacio que diseñó en el aire-. Sin ti, esto no estaría sucediendo.
Fuimos testigos del sutil brillo de una gotita de agua en el lagrimal de sus ojos. Andrés no era de piedra, aunque llevaba años acorazado. Esa noche se permitió expresar sus emociones entre amigos.
Acompañada por las personas importantes de mi vida, mi familia; Siem, Yany y mi querido Bered; Diantha y Maas, Cándida y Leonardo; Rodrigo y Sofía, mis libreros preferidos; Trini; Claudio Isasi que nos presentó a su mujer y Daniel, pensaba que no podía ser más feliz que en ese momento. Me engañaba.
Al levantarme de la mesa para ir al baño, noté un líquido recorrer una de mis piernas. Mi hija había estado inquieta desde primera hora de la tarde, pero atribuí las contracciones, cada vez más fuertes, al propio nerviosismo por la reunión de la noche.
-Hija, ¿pasa algo? -me preguntó mi madre al ver mi rostro virar en una mueca que no supo interpretar.
-He roto aguas.
Daniel, sentado a mi lado se levantó de inmediato y observó el charco amarillo claro a mis pies. La expresión relajada de su tez mudó a la descomposición. Fue la señal para que los invitados acudieran a mi encuentro nerviosos y hablando a la vez. Tardamos unos minutos en organizarnos. Vista desde fuera la escena resultaba cómica.
En el hospital, después de que me revisaran y el médico decidiera llevarme al paritorio, cogí la mano de Daniel, que había entrado conmigo en el box, mientras mis padres y mi hermana, Diantha, Siem, Cándida y Leonardo, aguardaban en la sala de espera.
-¿Me acompañas en esto?
Él había recibido la noticia de mi embarazo a mi lado; habíamos oído el latido del corazón de mi pequeña por primera vez juntos; se había preocupado por mi bienestar e intuía que le hubiera gustado presente en el nacimiento de su hijo. Visiblemente halagado asintió y apretó mi mano.
Recibimos a mi hija al cabo de media hora felicitados por el equipo médico que me atendió. Fue un parto rápido. El reloj de esfera colgado en la pared frente a la cama articulada que ocupaba marcaba las 23.57 horas.
En la casa de los Van Heley de Haut volvimos a estar convocados todos los que noche del 31 de diciembre dejamos el segundo plato a medio comer. Me dieron el alta a los dos días. Cuando llegué a casa con mi hija durmiendo entre mis brazos me espera esa gran familia que había formado.
-¿Cómo se va a llamar la pequeña? -preguntó el filósofo.
Desvié la mirada hacia mi sobrina Aldonza, que veía en mi hija la oportunidad de mostrarle todo lo que sabía.
-Ilduara... -dijo dirigiendo sus ojos rasgados, cómplices de los de su madre y de los míos.
-Eira... -pronuncié dándole la vez a Cintia.
-Olimpia.
Ilduara Eira Olimpia Van Heley de Haut es la esperanza.
NOTAS DE INTERÉS
Royal Albert Hall: recinto musical situado en los jardines de Kensington, Londres, con aforo de hasta 9.000 mil personas. Fue creado por la reina Victoria en la década de 1870.
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