sábado, 3 de febrero de 2024

96. La puerta cerrada

    

    En la habitación en la que nos instalaron era doble y llevaba por nombre Isabel. Cuarenta metros distribuidos en salita de estar con chimenea antecediendo al dormitorio con dos camas grandes que compartían el mismo cabecero rectangular de piel blanca, baño con jacuzzi y con vistas a un patio con césped y cuatro caminos adoquinados que se unían en el centro, donde una fuente con forma de copa se alzaba. Ambas nos sentimos en un lugar especial, quizás porque para el abuelo Dado y Federico también lo había sido, aunque esto no lo supimos hasta la vuelta.

    Pasamos las horas entre paseos mañaneros por el pueblo, degustaciones gastronómicas y conversaciones delante del fuego de la chimenea. Cada minuto compartido fue vital para comenzar a sentir que éramos hermanas.
    -Mamá me ha hablado de ti, de lo que pasó ese día y de cómo cada siete de noviembre hace de tripas corazón para que no me dé cuenta que celebrar mi cumpleaños supone rememorar la desaparición de una hija. En el fondo siempre ha creído que estabas en alguna parte y que algún día te recuperaría. Razón no le falta. Cuando le pregunté porque no me lo había contado antes fue contundente: porque nunca te había interesado en la habitación cerrada hasta hoy.
    -¿Están preparados para conocerme?
    -Te han estado esperando toda nuestra vida. El latido del corazón de una madre no se equivoca. Lo sé ahora que lo soy y tu lo sabrás cuando nazca tu hija -me acarició el vientre con ternura. Estábamos encima de la ama en pijama-. Mi sobrina.
    Le hablé de los Van Heley,  a los que no conoció porque nunca volvieron a Madrid tras nuestro nacimiento y se negaron a recibir a la familia de su hijo en su casa de Amsterdam; del apoyo incondicional de Diantha y Siem; de mi estancia en Santa Coba; de Jenkin y la relación tóxica que mantuvimos y de cómo se había desentendido de mi hija.
    -Cuando quieras nos damos el cambiazo y le pongo en su sitio... -espetó de improvisto.
    Me eché a reír sin dudar que si hubiéramos crecido juntos, hubiéramos intercambiado nuestras identidades solo para divertirnos.
    -¿Sigues enamorada?
    Negué enérgicamente con la cabeza mordiendo una chocolatina. No mentía. Todo el amor que alguna vez sentía hacia él se había evaporado.
    -¿Y tu de Etiénne? 
    -Como el primer día.
    Brindamos con las chocolatinas en alto y nos las terminamos pensando en lo que pudo haber sido y no fue. 

    Laura de Haut salió de la Art Gallery, situada en el centro de Ámsterdam frente a uno de los canales que atraviesa la ciudad, donde su padre, Eduardo de Haut, exponía su obra pictórica invitado por la propietaria de la galería, Broem Aarden, con la que coincidió en Nueva York en otra sala de exposiciones, que impresionada por las coloridas impresiones mezcladas con azúcar, sal gruesa, pimienta, arena y serrín con las que el abuelo Dado manifestaba sus emociones. 
    Ewout Van Heley salió del restaurante italiano donde había comido con unos amigos. Eran la dos y cinco de un día lluvioso de octubre de 1985. Laura había cumplido veinte años y Ewout estaba en el primer trimestre de los veintitrés.
    Al bajar el escalón que antecedía a la galería, se torció el tobillo al pisar una baldosa suelta del suelo y la ropa se le hubiera teñido de agua si Ewout no hubiera intercedido evitando que cayera sobre un charco. La sostuvo por los brazos. Se miraron durante esos segundos eternos que te convierten en sabio y tuvieron la certeza de que se habían encontrado sin haberse buscado.
    Ewout la acompañó al hotel donde Laura se hospedaba con su padre y se aseguró de que aquella no fuera la última vez que se vieran. Mi padre, después de licenciarse en ciencias económicas había empezado a trabajar en una importante empresa de productos de higiene personal y ese viernes en que descubrió los ojos más verdes que había contemplado nunca, no dudó que haría lo posible por conservar a su propietaria a su lado. Se cartearon durante un años. Godelieve y Huub, que educaron a su hijo con el mismo despotismo y rectitud que a mí, observaron que la actitud de su heredero había variado y atribuyeron el estado de felicidad permanente en que vivía, al amor. Que el joven Van Heley se enamorara de una mujer que ellos no conocían les alarmó sobremanera porque desbarataba sus planes de casarle con su candidata, la hija de unos amigos bien posicionados económicamente.
    Ewout se rebeló contra sus padres y sus padres, al conocer el motivo de la desobediencia, la españolita qué a saber donde habría conocido, plantaron en su interior la semilla de uno odio que fue creciente con los años. Nunca le perdonaron que su hijo la hubiera elegido a ella y decidiera irse a vivir a Madrid, alejándolo de sus propósitos. Se casaron al cabo de dos años y al poco tiempo nacimos mi hermana y yo. La muestra de cariño entre Federido y Dado, colmó el vaso con la última gota de paciencia que les quedaba y me secuestraron.

    Treinta y ocho años más tarde de todo aquello, un uno de diciembre, con la mano agarrada a la de Cintia, entré en el salón de la residencia de la joven pareja que había apostado por su amor, gobernada por los temores. Mi hermana les había contado que la hija que creían perdida estaba viva y que una serie de casualidades habían fraguado mi regreso.
    Hubieron muchas lágrimas, congoja y rabia hacia quienes no habían permitido que fuéramos una familia. Mi madre, con sesenta y dos años conservaba la belleza de la única foto que tenía de ella. Habíamos heredado sus rasgos. Me tocó las mejillas con manos inseguras repitiendo: eres tú, hija, eres tú... Me atrapó entre sus brazos temblorosa para que no volviera a separarme de ellos. Mi padre, en el que no hallé ningún parecido con sus progenitores, se enjuagó las lágrimas en el puño del jersey gris que cubría su cuerpo. Comedido en las muestras de afecto por lo que sus padres nos habían hecho,  le cogí la mano mientras seguía abrazada a mi madre para que dejara de sentirse culpable por las acciones de otros.
    Es uno de los instantes irrepetibles de mi vida. Lo que más había deseado al fin era una realidad palpable. Tenía una familia.
    Al cabo de un rato, más serenos. Mi madre tomó mi mano.
    -Ven hija -con su mano apretando la mía salimos del salón escoltadas por mi padre y por Cintia y me condujo escaleras arriba delante de una puerta con cerradura. Me entregó la llave para que la abriera. Lo hice. Una habitación en tonos blancos y crema había aguardado mi llegada treinta y ocho años-. Es tu dormitorio, ya es hora de que lo ocupes. Por favor, quédate con nosotros. No quiero más puertas cerradas en casa.    
    La puerta está abierta desde entonces.

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