La tristeza de las últimas semanas se fue diluyendo en el trayecto.
Aplazaba mis proyectos por tiempo indefinido hasta que pudiera retomar mi vida
sin condicionantes con nombre propio.
La
hermana Gabriëlle me abrió la pesada puerta de madera cuando la aldaba anunció mi llegada y me acompañó con semblante bondadoso
al despacho de la abadesa Myrtha, a la que había conocido jornadas atrás, en la
entrevista que mantuvimos cuando le entregué la solicitud de ingreso. Haber
estudiado en una institución religiosa del prestigio
del St. Lisselot Katholieke College sumado a la educación
católica recibida, fue determinante para ser admitida en Santa Coba.
Las
palabras de bienvenida y deseos de que en la congregación de las Jacobas hallara
la paz interior de la que carecía mi espíritu, acercándome
a Dios, nos ocupó unos diez minutos. Agradecida por el recibimiento fui
conducida a la celda asignada, donde sustituí mi ropa por un sencillo hábito
marengo con velo del mismo color y en la que una
de las hermanas me cortó con destreza la larga melena que recogía en una
trenza.
A
la hora de la cena, las siete en punto, conocí a las cuarenta y cuatro hermanas
restantes de la orden. Tres de ellas novicias
que procesaban una fe acérrima en el Señor, mientras yo reforzaría la fe en mi
misma.
Los
siete años que estuve en la abadía, primero en periodo de práctica y tras tomar
los votos monásticos como monja, disfruté de una serenidad desconocida a la que
contribuyó la principal actividad económica del convento, el cultivo de veinte
variaciones de tulipanes que eran vendidas a floristerías en gran medida y a
particulares que se acercaban a Santa Coba para adquirir ramos bendecidos
por el padre Ludger, que todos los días a las nueve de la mañana daba misa en
la capilla y era nuestro confesor.
La
cercanía a los jardines de Keukenhof, que cada
primavera recibía a cientos de visitantes, nos traían en menor proporción, visitas con residencia en todo en país, que aumentaban las ventas de tulipanes.
En
tres ocasiones salí de la abadía para desplazarme a Amsterdam; la primera al
cabo de dos años con motivo de la marcha eterna
de Huub Van Heley, que poco meses antes había asistido complacido a la
ceremonia eclesiástica en que consagraba mi vida a Dios y el sosiego de que
su nieta hubiera sentado cabeza; la segunda para hacer lo propio con Godelieve
de Vries, cinco años más tarde, que desde que su esposo la abandonara me visitó todas las temporadas acompañada por la
enfermera que había contratado para que cuidase de ella y que le hacía sentirse
menos sola. La marcha de ambos me produjo pena, pese a que me acercaba a la
meta. Si los Van Heley me hubieran dispensado un trato cimentado en el cariño
en detrimento de la indiferencia, hubiera estado con ellos hasta el final. La
tercera vez que fui a Amsterdam, lo hice para no volver más a Santa Coba, al
menos como religiosa. Entre las hermanas había encontrado afecto y apoyo para
no flaquear en mi decisión de servir a Dios.
Empecé
de cero sin más pertenencia que lo puesto, guardado durante años en el bolso de
mano con el que llegué a Lisse y mucha incertidumbre.
Libre
para tomar el control de mi vida.
NOTAS DE INTERÉS
Lisse: ciudad y municipio de
Holanda Meridional.
Keukenhof: jardines con una gran variación de bulbos de tulipanes, más de cien, además de contar un amplio abanico de flores e híbridos que se pueden adquirir en primavera, cuando los jardines abren sus puertas. En neerlandés el nombre que da nombre a los jardines significa jardín de la cocina, y es considerado en más bello de Europa.
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