domingo, 9 de mayo de 2021

19.- Confidencias


       Cándida es menos flemática e indolente de lo que transmite en primeras impresiones. Mostrarse apática forma parte de un mecanismo de defensa que complementa a una coraza de acero forjada a golpes de desengaños.

    Mastica chicle para templar la inherente predisposición que tiene a manifestar  su opinión sobre conductas, que a su modo de ver no tienen razón de ser, atribuidas a las personas con las que se relaciona en el ámbito laboral o en el plano personal. Aunque su carácter abigarrado me imponía respeto hasta el extremo de temerla por no saber manejarme de conflictos, dos días bastaron para reconocer a la mujer sensible que escondía Cándida.

    Me arropó con calidez, en su condición de madre que ampara al hijo débil, sospechando que mi apocamiento obedecía a la circunstancias adversas en la que estaba sumida. Para ella que no tuviera a nadie en el mundo y que estuviera tan sola era una desgracia. Al menos ella contaba con el cariño de sus tres hijos, aunque solo uno de ellos viviera en la capital. Desconocía que a quienes consideraba mi familia vivían lejos y desde la distancia me hacían sentir que podía contar con ellos, a pesar de que no lo hacía para no preocuparles. 

    -¿Sabes que pienso? - Cándida meditó unos segundos con actitud filosófica- que somos lo que han hecho de nosotros, eso es -se pausó-. Podemos rebelarnos contra nuestras circunstancias, pero las cicatrices no mienten sobre nuestro sufrimiento. Las peores son las que cruzan el alma.
    Esto me lo dijo mientras lijábamos, taco en mano, un viejo baúl de madera con aristas de hierro después de que el día anterior, Cándida aplicara un producto para evitar la aparición de carcoma. Eliminar cualquier resto de óxido o suciedad era imprescindible para posteriormente pinta la superficie, me contó transmitiéndome su entusiasmo por ver terminada la pieza. La propietaria de Hostal Cándida, era una apasionada de la restauración de muebles y en el patio de la casa había hecho un cerramiento de aluminio donde instaló un pequeño taller. Ayudarla me distraía. 
    -Supongo que te pusieron tres nombres porque no sabían por cual decidirse y así todos contentos... -me pidió la tarjeta identificativa al reservar la habitación la mañana en que llamé a  su puerta -Son nombres pelín antiguos... se nota que tu familia es de pelegrí.
    Se llevó un desengaño cuando le conté que al perder a mis padres en un accidente de tráfico, pocos meses después de nacer, los Van Heley se hicieron cargo de mí internándome en un colegio de monjas. La familía con pelegrí que Cándida imaginaba se deshizo de mi porque estorbaba. Mi mirada huidiza y la resignación de la voz fue suficiente para que mi interlocutora entendiera y justificara mis reservas. Conjeturó que si no me relacionaba con otras personas ni me abría a las pocas que conocía en Madrid, tres a lo sumo, era porque temía que me hiriesen si descubrían mis puntos flacos. Ni por asomo podía imaginar que la discreción que me antecedía se debía a lo que le había hecho a Jenkin sin querer.

    -El padre de mis hijos me la pegaba con otras mujeres -soltó de pronto convirtiéndonos a ambas en confidentes-. Aprovechaba los días que estaba en ruta con el camión para calentar sábanas ajenas. El canalla esparció su simiente alegremente por medio país. Un sinvergüenza -se rió ruidosamente para amagar la amargura que le traían los recuerdos-. El día que le eché de nuestras vidas se le cayó el billetero mientras recogía sus miserias. Lo encontré barriendo al pie de la cama. Mi primera intención fue tirarlo por la ventana, no quería nada suyo en casa, pero algo hizo que lo abriera y curioseara. Era veintidós de diciembre. Estaba escuchando el sorteo de loteria - la añoranza hizo asomar una sonrisa a su rostro-. La excitación en la voz de los niñitos de San Idelfonso indicaba que había salido un premio importante. Dentro del billetero encontré algo de dinero y varios décimos. Le gustaba jugar. Los niñitos cataron el número premiado tres veces. La segunda vez, me entró un tembleque por todo el cuerpo... me acerqué a la radio. El gordo había caído en uno de los décimos que tenía en las manos. Me eché a reír y a llorar sin ton ni son. Había perdido un marido, a dios gracias, pero no tendría que preocuparme por alimentar a mis tres hijos... Mi apuesta fue esta casa que compré y transformé en hostal. Esa misma tarde le devolví el billetero.
    -¿No le preguntó por el décimo? 
    -Se olería algo, seguro. No destacaba por lumbreras, precisamente, pero para atar cabos no hace falta una diplomatura. Una de las veces que vino a ver a los niños, al irse me dijo que la separación le había salido muy cara y no se refería a no poder vivir con sus hijos... Todo eso ya es agua pasada. Se buscó lo que encontró.

    Cándida se abrió aquella tarde tanto ante mí, que tuve la tentación de contarle lo que me atormentaba desde el día anterior. No sabía qué pensar sobre las fotografías que Godelieve me legó cuando ya no podía pedirle explicaciones y me reconcomía que el gesto estuviera promovido por una de tus tretas... ¿Mis padres me habrían abandonado? La foto familiar estaba tomada cuando teníamos cuatro años. Si la pareja que aparecía con la niña eran mis padres, el accidente de tráfico fue una invención maquiavélica de los Van Heley. ¿Mi hermana sabía que tenía una gemela? ¿nos separaron después del accidente? Los interrogantes se sucedían uno tras otro. Tenía que averiguar qué había pasado y afrontar la realidad aunque me destrozase. El accidente de Jenkin pasó a un segundo plano. Sabiendo que probablemente tenía una familia, no hallaría paz sin conocer la verdad.
 

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