"Hostal Cándida" era la segunda opción en el listado de pensiones que aparecieron al escribir en la barra del buscador: hostales próximos aeropuerto Madrid.
Llamé para preguntar si disponían de habitaciones libres y una voz somnolienta contestó que sí y colgó. Eran las siete de la mañana y no todo el mundo tiene un buen despertar, aunque se encuentre dentro del horario laboral.
Dos golpes fuertes hicieron vibrar la puerta de la habitación y los muebles. Al otro lado la voz de la mujer que me atendió detrás del mostrador del vestíbulo a mi llegada y por teléfono retumbó en el pasillo.
-Muchacha abre la puerta.
El miedo me asaltó. Había transcurrido un día entero desde que Jenkin sufriera el accidente. La politie tendría datos sobre mí existencia. Habría registrado mi casa, poniéndola patas arribas como en las ficciones que veía por televisión y seguido la pista hasta Madrid a través del pago con tarjeta del billete de avión. Me habían localizado.
Resignada asumí que estaba perdida. Respiré profundamente sin conseguir apaciguar los nervios. Abrí la puerta esperando hallar a la mujer acompañada por la policía. Sorprendida comprobé que estaba sola. Probablemente me esperaban en el vestíbulo a petición de la gerente para no alarmar a los huéspedes.
-No tienes buena pinta ¿estás bien?
Percibí fastidio en su mofletudo rostro, en ningún caso preocupación, tal vez porque mientras hablaba masticaba chicle poniendo el último hálito en ello.
-Me he quedado dormida.
No hubo disculpa cordial por haber interrumpido el sueño de un usuario. De la educación no había hecho virtud la mujer que tenía delante en los sesenta años que le calculé que tendría. Por su actitud apática parecía estar de vuelta de la vida.
Mentí. Estaba sentada encima de la cama observando un sobre marrón del tamaño de medio folio que debí coger mezclado con la ropa al sacarla deprisa del armario de mi habitación para meterla en la maleta, que me dejó Godelieve previendo que pronto se reuniría con Huub en el más allá. Lo guardaba en un cajón entre los jerseys. Nunca me había atrevido a abrirlo. No tenía interés en conocer su contenido ni en continuar bajo el influjo de seres desprovistos de la humanidad de la que alardeaban los Van Heley.
¿Volvería alguna vez a Holanda?
Oí decir a un compañero de trabajo que vendía su casa porque con la llegada del primer bebé se le quedaba pequeña y sin pensarlo, sin haberme planteado antes comprar una vivienda, le pregunté si podía enseñármela. En el número 4 de la calle sperwerstraat en Badhoeeverdrop, delante del jardín de treinta metros que era indispensable atravesar por un camino de piedrecitas meticulosamente colocadas para acceder a la casita de dos plantas, en el municipio de Haarlemmermeer no dudé dos segundos que había encontrado mi hogar. Cincuenta metros por planta, dos habitaciones, dos baños, cocina independiente, salón - comedor y luz por los cuatro costados filtrándose por los grandes ventanales de madera blanca con palillería, era ideal para alejarme de Amsterdam y de la inquina de los Van der Berg. El refugio que necesitaba.
La mujer, que desprendía lozanía sin esfuerzo, echó un rápido vistazo al interior del cuarto con medio cuerpo dentro.
-No has probado bocado desde esta mañana. Son casi las nueve. Baja y tómate un caldo de cocido. Lo he preparado para la comida.
Hablaba con las pausas y desafecto de un telegrama. Impasible.
-No tengo hambre, gracias.
Volví a mentir. Estaba hambrienta. Las tripas rugían y el vacío del estómago dolía, pero mientras menos contacto tuviera con las personas con la que me cruzara, más a salvo me sentiría.
-No quiero que te enfermes en mi hostal. Estás pálida como una bombilla fundida. Bajas, te tomas el caldo y vuelves aquí. No te cobraré la comida.
Asentí con la cabeza. La ausencia de elegancia en los modales y su mirada autoritaria me hicieron tan pequeñita que podría haberme escurrido por uno de los poros del cemento que juntaban las baldosas crema del suelo.
Acabamos en el comedor de su casa en la planta baja comiéndonos unos garbanzos con morcilla en la sopa y un surtido de embutidos después. Cuando me contó que la morcilla se elaboraba con sangre de cerdo, grasa, carne y especias, me dieron arcadas que disimulé hipando. Sofoqué el vómito con la ingesta de agua para no ser descortés con la anfitriona.
-No me gusta comer sola. Los días que estés en casa, comeremos juntas.
Ahogó un ademán de réplica con la sentencia.
-No se hable más.
De vuelta al dormitorio, como me costaba conciliar el sueño tras la copiosa cena, trabajé con el portátil en la traducción de una novela anónima que la editorial me había encargado. Compartía con la protagonista el apellido Van Heley, lo que me resultó curioso y atrayente a la vez, además de un físico similar. No me extrañó demasiado. En Países Bajos el cabello claro es común entre la población, no tanto los ojos verdes, como los del personaje principal y los mios.
"Memorias de una jeta" parecía una historia real, pese a ser una ficción de autor desconocido, narrada en primera persona, en la que el personaje principal, hilarante y superficial, se alía con su amante para robarle a su marido, sesenta y cinco años mayor que ella, una joya preciosa a la que el anciano tiene especial afecto, para abandonarlo y vivir con holgura.
Durante la lectura reflexioné sobre si dos personas completamente opuestas, ella y yo, podrían ser amigas. Concluí que no por un periodo de tiempo extenso. Eramos antítesis. El destino es caprichoso.
NOTAS DE INTERÉS
Haarlemmermeer: municipio en la provincia de Holanda septentrional. Porción de tierra ganada al agua que debe su nombre al lago Haarlem.
Badhoevedorp: ciudad en el municipio de Haarlemmermeer, provincia de Holanda septentrional.
Memorias de una jeta: autobiografía escrita por Cintia Aurora María Van Heley de Haut.
Lo que es la vida, Sancha.
ResponderEliminarNo hay mal que por bien no venga.
Un beso.
Imprevisible.
ResponderEliminarUn beso.
Sancha.