domingo, 27 de septiembre de 2020

4. Madrid

 


    Dormí más de seis horas seguidas echada sobre la cama de la habitación del hostal que encontré en la zona de Barajas. No me fijé en la mesita de noche, ni en el armario de dos puertas, ni en el escritorio con la silla hasta que me desperté y aturdida fui tomando conciencia del entorno. No estaba en mi dormitorio de casa. Tampoco había tenido una pesadilla ni Jenkin, el amor de mi vida, se había estrellado contra la acera a la vista de los viandantes que pasaran por allí a esa hora, de los que hacían ejercicio a orillas del canal o los que lo atravesaban en barca.

    El taxista que me llevó del aeropuerto al hostal era un tipo raro al que en varias ocasiones sorprendí desviando la vista de la carretera para mirarme por el espejo retrovisor con expresión entre desconcertada e interrogante, incomodándome hasta la inquietud el indiscreto escrutinio al que me vi sometida. Me entró pánico, ¿habría detectado en mi semblante algo que le indujera a pensar que había matado a mi amante sin querer? Los asesinos por lo general, tienen cara comunes hasta que se descubre que han cometido un homicidio, intencionado o no, y los demás empezamos a ver en sus rasgos, después de analizarlos minuciosamente, los que suponemos que tiene un sicario. ¿Mi cara estaría virando de normal a diabólica tan rápido? Me estaba volviendo paranoica.

    En el aeropuerto percibí en los oscuros ojos del conductor un brillo ilusorio mientras metía el equipaje en el maletero del coche y luego desencanto, juzgué que ocasionado por mi indiferencia. Estaba asustada, eran las ocho de la mañana, no había dormido nada y la politie estaría tras mi rastro, socializar y fingir cortesía no se encontraba entre mis prioridades. Quería llegar al hostal y tirarme en la cama. Las emociones son agotadoras y las últimas horas habían sido de una intensidad extenuante. Si tenía fuerzas para mantenerme en pie era por el instinto de supervivencia. 
    En situaciones extremas, como en la que estaba atrapada, es cuando realmente nos damos cuenta de lo que somos capaces de hacer. Descubrí una tibieza inusitada en mí. Ni una lágrima ni intención de derramarla. Amaba y odiaba a Jenkin a partes iguales. La balanza estaba equilibrada. 

    El taxista me entregó una tarjeta con su número al despedirnos por si necesitaba sus servicios los días que estuviera en la capital. Cada vez que hablaba se le movía el bigote grande que ornamentaba el bajo de una nariz ancha. En una situación tan dramática como aquella me vinieron a la cabeza los versos de un soneto que Quevedo escribió a Góngora, según las malas lenguas de la época, que traduje al neerlandés para un recopilación que la editorial hizo sobre sonetos burlescos y sátiras de poetas españoles del siglo XVI y que al leerlos por primera vez, en la carrera, me hicieron sonreír: "Érase un hombre a un nariz pegado, érase una nariz superlativa, érase una nariz sayón y escriba, érase un peje espada muy barbado".

El taxista vivía pegado a un bigote.  
Guardé la tarjeta que me dio en la mochila y la olvidé.